Las estructuras de corrupción producen problemas complejos para los cuales parece no haber solución. Dado que la corrupción influencia negativamente a la sociedad entera y deja infinidad de víctimas año tras año, década tras década, resulta ser una expresión del mal y del pecado.
La corrupción ha sido un mal permanente en la administración pública del país. Nada ha cambiado en muchas décadas. Lo que sí ha cambiado ha sido la composición religiosa de los salvadoreños. El número de los que se confiesan evangélicos ha incrementado notablemente. A pesar de eso, no se evidencia ningún impacto de los creyentes sobre el estado de corrupción. Esa incoherencia me condujo en mayo de 2010 a escribir una reflexión sobre la responsabilidad de los cristianos ante la corrupción. Dado que el asunto continúa hoy tan vigente como entonces, me permito reproducirlo a continuación:
La sociedad no es sólo la suma total de sus miembros, sino la compleja red de sus relaciones interpersonales, culturales y económicas. Esta red determina la vida e influye en los valores que las personas adoptan. A dichas redes se las denomina estructuras y se distinguen de las instituciones por ser poderes invisibles. Son a la sociedad lo que la mente es al cuerpo: el control lógico de su conducta.
Una de esas estructuras es la corrupción de Estado. Las estructuras de corrupción producen problemas complejos para los cuales parece no haber solución. Dado que la corrupción influencia negativamente a la sociedad entera y deja infinidad de víctimas año tras año, década tras década, resulta ser una expresión del mal y del pecado. Si el cristiano es llamado a ser luz del mundo, no podrá evadir su responsabilidad de luchar por la erradicación del mal, el cual no solamente existe en los individuos sino también en los roles políticos y sociales. En plena Reforma, Juan Calvino se refirió a la necesidad que tienen los cristianos de involucrarse para traer nuevas esperanzas a un sistema viciado de corrupción.
Pero el cristiano no solamente es llamado a ser luz del mundo sino también sal. La sal no puede cumplir su cometido a menos que se la mezcle con aquello que necesita ser salado. Esta elevada vocación del cristiano demanda mucha valentía. La misma valentía de Jesús frente a las prácticas corruptas que se daban en el templo y que habían convertido la casa de oración en una cueva de ladrones. Cuando las estructuras de corrupción son señaladas y denunciadas reaccionan violentamente. Paradójicamente, quienes atacan la corrupción se convierten en perseguidos por la «justicia». En lugar de que la justicia se ocupe de su propósito que es hacer justicia, mayormente adora al ídolo de la corrupción, el cual, se muestra con las características de la divinidad: ultimidad, autojustificación, intocabilidad, ofreciendo salvación a sus adoradores, aunque los deshumaniza exigiéndoles victimizar a otros para subsistir.
Las estructuras de corrupción son las que actuaron al crucificar a Jesús. Los religiosos y los políticos de la época se confabularon en su contra porque, en Jesús, se enfrentaron con alguien que no era esclavo de ningún poder, de ninguna ley o costumbre, de ninguna institución, de ninguna ambición. Jesús encarnaba una rectitud mayor que la de los fariseos y una visión de un orden de relaciones sociales justas que desafiaba a las impuestas por la «pax romana».
Si el cristiano no solamente es llamado a creer en Jesús sino a seguirlo, el trato que le espera no será muy diferente del de su maestro. Y esa es la razón por la que se necesitan fe y espiritualidad auténticas para hacer frente a esta forma de pecado. Esa espiritualidad solamente se obtiene sobre la base de una práctica sincera y constante de los valores del reino de Dios. Entre esos valores se encuentra el rechazo a la codicia y al espíritu de lucro.
«Ahora bien, la verdadera sumisión a Dios es una gran riqueza en sí misma cuando uno está contento con lo que tiene. Después de todo, no trajimos nada cuando vinimos a este mundo ni tampoco podremos llevarnos nada cuando lo dejemos. Así que, si tenemos ropa y comida, contentémonos con eso» (1 Timoteo 6:6-8). Los criterios éticos deben ubicarse por arriba de los bienes y de las riquezas. La verdadera espiritualidad y honorabilidad están determinadas por la capacidad para hacerlo y, así, mostrarse firme ante la seducción y las manifestaciones del poder estructural que causan tanto daño a las personas vulnerables.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.