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¿Dónde están los intelectuales cristianos?

Autor: Ricardo Calleja

Tiempo de lectura: 9 min.

Ricardo Calleja. Profesor de Ética en el IESE Business School. Doctor en Filosofía del Derecho y Política por la Universidad Complutense de Madrid. En su faceta literaria, es autor del poemario Lugares comunes y del libro de aforismos Istmos.


Avance

Un artículo en prensa primero, luego una respuesta y un debate han dado lugar finalmente a la aparición de un libro que condensa varias voces, pero todas tienen en común preguntarse por el significado y el lugar de los intelectuales cristianos en la sociedad. Se titula Ubi Sunt? y lo ha coordinado Ricardo Calleja, que comienza su artículo con algunas precisiones sobre lo que es un intelectual. Pasa, a continuación, a las objeciones, desde un punto de vista rawlsiano y desde una mentalidad laica, al concepto mismo de intelectuales cristianos. Las refuta, principalmente porque el cristianismo no es un identitarismo, sino que «es compatible con un amplio pluralismo social, político y cultural. Lo contrario sería contradictorio con la noción de intelectual, pero también con un modo sano de entender la identidad cristiana». Y va más allá recordando, por ejemplo, que algunas de las verdades desveladas por el cristianismo y no pocos principios morales son originalmente cristianos y han tenido una influencia decisiva en la configuración de la sociedad.

Hablando de verdades y de verdades compartidas, aporta Ricardo Calleja una idea interesante en torno al consenso. A menudo se toma como un bloque acabado que encierra un puñado de mínimos acuerdos, pero sólidos, tangibles prácticamente. El autor sostiene que el consenso no es la conclusión compartida de un argumento —no es tanto un punto de llegada como de partida— y «por tanto, el consenso tendrá siempre más la condición de creencia que de idea demostrable».

En la práctica, ¿qué signica todo esto? La tesis —o una de las tesis principales de la obra, sobre todo en la hora de las conclusiones— es que es preciso desbrozar ese terreno común donde sostener una verdadera conversación pública «y eso sólo puede restablecerse si la sociedad recupera esas verdades desveladas por el cristianismo». Obviamente, ya lo recuerda Calleja, eso no exige siempre echar mano del fundamento religioso. Se trata sencillamente de «no tenerle alergia a la manifestación pública de esa inspiración».


Artículo

¿Dónde están los intelectuales cristianos? Esto se preguntaba Diego Garrocho en un artículo de El Mundo, hace unos años. Comenzó entonces un debate entre pensadores, académicos y opinadores, que he recogido en un volumen colectivo titulado Ubi Sunt? Intelectuales cristianos: ¿dónde están?, ¿qué aportan?, ¿cómo intervienen? (Ediciones Cristiandad, 2024). El título elegido —que evoca el tópico de la literatura clásica: ¿a dónde se fueron…?— connota sensación de pérdida o ausencia. Pero este libro no se dedica a la queja. Tampoco se trata de la mera «geolocalización» de estos personajes, ni tan sólo de la identificación de las instituciones educativas y comunidades de donde deberían salir cristianos capaces de intervenir en los debates públicos.

¿Intelectuales?

Es necesario empezar por una precisión terminológica: ¿qué es un intelectual? Si leemos el reciente estudio de David Jiménez, intelectual significa tres cosas. Primera, una actitud que puede tener cualquiera: la del que piensa, lee, escribe. Segunda, un tipo de profesión que tienen algunos: aquellas que se oponen a las manuales, las de los que hemos llegado a llamar «trabajadores del conocimiento». Por último, «intelectual» es también un papel en la sociedad: el de quienes contribuyen desde una cierta altura intelectual (pero con cualquier profesión) a la configuración de las opiniones de los demás en una discusión abierta.

A algunos les incomoda la misma fórmula «intelectuales cristianos». En primer lugar, aquellos que piensan que el pensamiento libre y su expresión pública (propia de los intelectuales) son incompatibles con el cristianismo: con sus dogmas y especialmente con la obediencia al magisterio de los católicos. Para estos, sería buena noticia la ausencia de cristianos creyentes que intervengan como tales en la esfera pública. El lugar del cristianismo es la catacumba de la conciencia privada.

En segundo lugar, están aquellos que rechazan de plano la modernidad y su aspiración a un consenso racional. Estos rechazan como una quimera la misma noción de intelectual, así como el contexto social e institucional y los procesos que le rodean: la deliberación abierta que da lugar a una opinión pública gobernada idealmente por alguna forma de racionalidad pública, que se ve representada en último término en la política institucional. Esto lo hacen algunos apoyados en elementos del pensamiento tradicional cristiano, que mira con recelo la renuncia del cristianismo a hablar con autoridad, como una voz más en la plaza de la política y la cultura.

Para muchos, la idea del intelectual —aunque idealmente posible y deseable— está en crisis en nuestras sociedades, más allá de las afiliaciones de unos y otros. Ha desaparecido el escenario en el que su papel es relevante: una esfera pública que atiende a razones. Nuestra sociedad —observan— se caracteriza por la fragmentación y polarización, la erosión de la autoridad epistemológica de los expertos, el emotivismo y sus relatos identitarios, la «dictadura» de las religiones ideológicas de sustitución. Más aún: por la confusión generada por el ruido de las redes y la manipulación de los medios. Los intelectuales que participan en este circo comunicativo —dirían quienes comparten este diagnóstico— dejan de ser tales, o quedan marginados en pequeñas burbujas perdiendo su dimensión pública, o se someten a la disciplina de un grupo de interés que les hace un eco partidista (que hace, del ágora, trinchera). Por supuesto, también hay quien piensa que las redes ofrecen nuevas oportunidades para la presencia pública de ideas alternativas, aunque haya que pagar los peajes propios de ese «género literario»: primacía de lo audiovisual, de lo narrativo-emocional, de la brevedad, el humor y el efectismo (a veces, en forma de conflicto desabrido).

¿O simplemente cristianos intelectuales?

Pero hay también —por último— críticas al concepto mismo de «intelectuales cristianos» que no se deben a una resistencia al influjo cristiano en la sociedad, ni a un rechazo a la noción de intelectual, sino a otras razones que conviene explicar. Ambas líneas pueden resumirse en la reivindicación de que lo deseable son cristianos que sean intelectuales, sin hacer de su cristianismo una etiqueta ni un discurso sectario o esotérico.

La primera crítica la podemos identificar con cierto liberalismo político. Me refiero a la afirmación de que la participación ciudadana (y más en general la interacción social por parte de los cristianos) debe hacerse en un lenguaje y formas que se adapten a las de las instituciones comunes del constitucionalismo democrático. En términos rawlsianos, el cristianismo sería una «visión comprensiva del bien» que no podría aspirar a configurar el fundamento de las instituciones básicas de justicia y libertad donde deben caber todos. Esta objeción admite también una fórmula más clásica en el pensamiento tradicional cristiano: el recurso a la ley natural como lenguaje racional para fundamentar la vida en común. La segunda crítica es la de la «mentalidad laical»: no conviene hablar de «intelectuales cristianos» como no tiene sentido hablar de zapateros cristianos, profesores cristianos o políticos cristianos, sino más bien de cristianos que son zapateros, profesores, etc.

Estas objeciones son serias, pero permiten aclarar algunos puntos cruciales en este debate. Ciertamente, el cristianismo —como explicó magistralmente Benedicto XVI en el Bundestag— no pretende fundamentar las normas civiles en la Revelación, sino que ha recurrido siempre «a la naturaleza y a la razón», apelando a todos los ciudadanos. Pero, como también señalaba Benedicto en ese y otros momentos, el cristianismo ha permitido a la razón ampliarse hasta reconocer la dignidad de la persona y el carácter absoluto de algunas de sus exigencias. Sin la «memoria cultural» el pensamiento se estrecha, sometido a las conveniencias de los intereses, el poder y los lugares comunes.

En todo caso, el cristianismo de los intelectuales no debe ser una bandera identitaria, ni partidista (sería «la voz de su amo»), ni arma arrojadiza o meramente instrumental (que es el peligro de los «católicos oficiales»). Por supuesto, el cristianismo es compatible con un amplio pluralismo social, político y cultural. Lo contrario sería contradictorio con la noción de intelectual, pero también con un modo sano de entender la identidad cristiana. No es a esto a lo que me refiero con «intelectuales cristianos».

Verdades desveladas por el cristianismo

Me gustaría ampliar mi argumento en dos líneas. Primero, presentando la idea de las «verdades desveladas por el cristianismo» como aportación específica de los intelectuales cristianos. Segundo, clarificando la lógica y la historia del surgimiento de los consensos fundamentales de nuestra sociedad, y el papel paradójico del cristianismo.

Revelación significa estrictamente la «manifestación de una verdad secreta u oculta» (RAE). Pero «revelar» etimológicamente sugiere el descubrimiento en sentido físico: quitar el velo que oculta una verdad. Estrictamente significa desvelar, para luego volver a velar. Las verdades reveladas están accesibles bajo el velo de la fe. Sólo quien la tiene puede asentir a sus proposiciones, fiado de la palabra del testigo, pues «la fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (Heb 11, 1). Como es sabido, la revelación cristiana no se presenta como un conjunto abstracto de proposiciones, sino más bien como un entramado de narraciones y enseñanzas vitales, a partir de las que se han ido plasmando formulaciones dogmáticas.

Sin embargo, como ha enseñado siempre la teología, la Revelación también manifiesta algunas verdades que por sí mismas son accesibles a la razón natural, como los primeros principios de la razón moral o la existencia de Dios o del alma humana. En este caso, la revelación y el posterior magisterio eclesiástico refuerzan la capacidad humana de conocer y aceptar esos principios metafísicos y morales. Sin embargo, al menos algunas de esas verdades «naturales» no estaban disponibles para la mayoría, fundamentalmente por la falta de una experiencia común, por la prevalencia de prácticas, modelos, creencias e ideas que las ignoraban o negaban. En el mejor de los casos, eran patrimonio de unos pocos filósofos o personas iluminadas, en sentido moral o espiritual. Algunas de esas verdades metafísicas constituyen lo que se ha dado en llamar «filosofía cristiana» (Etienne Gilson): un Dios personal, creador y trascendente, etc. Pero también podemos derivar de estas verdades o encontrar principios de carácter moral y metapolítico originalmente cristianos, que tienen una influencia decisiva en la configuración de la sociedad.

La Biblia nos habla del comienzo y del fin, de un modo que no puede hacer ninguna ciencia empírica y ni siquiera la filosofía, pues trascienden nuestra experiencia. En el libro desarrollo algunos de estos, centrándome en los relatos sobre el «comienzo», dejando ver su influencia en nuestra concepción de la buena sociedad: desde la noción de pecado original (que sólo puede curarse por la gracia), tan central para la teoría política o la creación del hombre y de la mujer a imagen de Dios; a la práctica del descanso dominical. De modo genérico esto se resume en la superación de las teologías políticas paganas, que consideran la comunidad política como el horizonte último de la vida humana. Esto permite «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»: reconocer la supremacía de Dios en todo, sin anular la autonomía relativa de las realidades humanas y en concreto de la política.

Como es lógico, no es necesario que todos los intelectuales cristianos sean personalmente creyentes. Basta que se tomen en serio las intuiciones cristianas fundamentales, sin descartarlas por su raíz religiosa. A la vez, no parece probable que esas ideas pervivan sin que haya quien las crea y encarne.

La paradoja del consenso

En todo caso, la experiencia nos enseña, que estas verdades tampoco pueden reducirse a sus formulaciones secularizadas y racionalistas. Sorprendentemente para algunos, esto no las hace más universales y resistentes al pluralismo cultural, sino más frágiles —por abstractas— e idiosincráticas. La deriva posmoderna nos permite verlo a simple vista.

El recurso a la ley natural o —más aún— la renuncia a «meter a Dios» en los argumentos morales, no refuerza la capacidad de convicción de los argumentos en el plano social y político. Esto no anula la importancia de la reflexión filosófica ni de la persuasión honesta, siempre necesarias. Pero nos habla de la paradójica necesidad de las verdades de la fe cristiana (al menos de esas verdades desveladas históricamente por el cristianismo), y de las propuestas que de ahí se siguen, aunque parezcan exclusivas de un grupo de creyentes. Y esto precisamente para la configuración de un espacio común, de un «nosotros» político, que no recaiga en la exclusión de grupos enteros de personas por cualquiera de las características que permitan identificarlos como «distintos».

Esto contradice la concepción que solemos tener del consenso, como un conjunto mínimo de verdades compartidas, que hacen posible un ulterior pluralismo de convicciones maximalistas. Y el recurso a ese terreno común para argumentar persuasivamente y poder comunicarse entre quienes son distintos. El consenso necesario no es la conclusión compartida de un argumento, sino un punto de partida —unos principios— que el razonamiento toma por dado. Por tanto, el consenso tendrá siempre más la condición de creencia que de idea demostrable.

En el plano más existencial y privado, todos tenemos la experiencia de que siempre es posible el encuentro con el distinto. En realidad, al margen de su ideología, casi todo el mundo, casi todo el tiempo, piensa y se comporta como un aristotélico y sufre los mismos problemas. Pero en el ámbito público parece que ese terreno común se ha erosionado, hasta romper la sociedad en tribus enfrentadas entre sí. La tentación para suturar esa herida es aguar aún más la propia identidad, el propio discurso, secularizándolo, neutralizándolo, ablandándolo, hasta hacerlo aceptable para los demás. A la postre, desaparece la propia identidad. Y lo que es más grave, se desdibuja toda verdad capaz de dar orientación en la vida personal y social. Aunque el cristiano no busca el conflicto de por sí, tampoco puede eludirlo siempre a cualquier precio. No puede guardarse para sí en toda circunstancia la fuente de su alegría, ni su concepción del sentido de la vida más allá del fatalismo en un extremo, o del individualismo expresivo, en el otro. Pero esto es todo lo contrario de convertir el cristianismo en un moralismo, y la contribución del cristiano en una repetición de graves exigencias morales ante la deriva decadente de nuestra cultura.

Una nueva curiosidad

Es cierto que el discurso debe adaptarse al cambiar la sociedad y sus problemas. Y que hay que buscar lo común para comunicarse. Pero aquí está la paradoja. Para poder establecer un mínimo común fue históricamente necesario el cristianismo, que liberó la política del ámbito de la teología, abriéndola a la común razón de los seres humanos, de cualquier condición. Y también hoy —podemos pensar— ese terreno común desde el que sostener una verdadera conversación pública sólo puede restablecerse si la sociedad recupera esas verdades desveladas por el cristianismo. Esto no exige siempre reivindicar ese fundamento religioso, ni se traduce en un dogmatismo. Pero sí supone no tenerle alergia a la manifestación pública de esa inspiración.

Por supuesto, al proyectarse hacia la vida pública, el cristiano podrá elegir múltiples estrategias. No se puede ignorar la sobrerreacción de ciertos ambientes a todo lo que huela a autoritario. Al hacer referencia a lo específicamente cristiano, habrá de hacerlo de modo acertado. Esto lo hará muchas veces suscitando —como pedía Ratzinger en una vieja entrevista— una «nueva curiosidad» mostrando cómo las propuestas cristianas dan respuesta a las preguntas comunes de todas las personas, cuya naturaleza humana sigue sangrando por las mismas heridas. Al fin y al cabo, el argumento más convincente para la fe —según el mismo Ratzinger— son las vidas transformadas por la fe cristiana, abiertas a la misericordia y al perdón; y la belleza del arte a que da lugar la fe.

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