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La decisión creó un conflicto entre dos identidades fundamentales: la del padre angustiado que intenta proteger a su hijo y la del presidente que se enorgullece de mantener sus principios.
Un cielo oscuro cubría Nantucket, Massachusetts, el sábado por la tarde, cuando el presidente Biden salió de la iglesia junto a su familia tras su último Día de Acción de Gracias como presidente.
Dentro de un complejo vacacional prestado a principios de semana, con vista al puerto de Nantucket, Biden se había reunido con su esposa, Jill Biden, y su hijo Hunter Biden, para hablar de una decisión que lo había atormentado durante meses. El tema: un indulto que libraría a Hunter de años de problemas legales, algo que el presidente había insistido repetidamente en que no haría.
El apoyo al indulto de Hunter Biden había ido creciendo durante meses en el seno de la familia, pero las fuerzas externas habían pesado más recientemente sobre Biden, que observaba con recelo al presidente electo Donald Trump elegir para su gobierno a elementos leales que prometían castigar política y jurídicamente a los enemigos de Trump.
Biden incluso había invitado a Trump a la Casa Blanca, escuchando, sin responder, mientras el presidente electo ventilaba sus conocidas quejas sobre el Departamento de Justicia, y luego sorprendía a su anfitrión al expresar empatía con los problemas de la familia Biden con el Departamento, según tres personas informadas de la conversación.
Pero fue la inminente condena de Hunter Biden por cargos federales relacionados con armas e impuestos, prevista para finales de este mes, lo que dio a Biden el empujón final. Un indulto era algo que podía hacer por un hijo en problemas, un adicto en recuperación que, en su opinión, había sido sometido a años de dolor público.
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