Recientemente estuve viendo algunos episodios de una serie italiana en la que un detective investiga varios asesinatos que tienen como punto común los sucesos acaecidos años atrás en un orfanato. El policía en cuestión, con intentonas suicidas, se mueve en un ambiente de sordidez, pobreza y extrema violencia, y tiene una hija adicta a la droga y trastornada a la que abandonó de niña. En un momento determinado, el padre le confiesa a la hija que la dejó porque empezó a sentir un deseo sexual incontrolable por ella. De esta forma tenemos a un pedófilo tratado psiquiátricamente que ha enloquecido a la hija y ahora está dedicado a realizar pesquisas en las que estuvieron inmiscuidos niños. Confieso que llegué a los límites de perversidad que admite mi mente y dejé de ver la serie. Empecé a pensar entonces acerca de cuántas películas, series o documentales de crímenes verídicos (true crime) me habré tragado a lo largo de mi vida sin reflexión alguna por mi parte. Muchos de ellos están plagados de morbo o carecen de juicio moral alguno. Es más, en los últimos años incluso son los propios asesinos los protagonistas, muchas veces enfrentados a un policía que actúa como némesis pero de interior casi tan oscuro como el malvado. En todas estas obras, cuando están basadas en hechos reales, la imagen que se ofrece de las víctimas o el dolor de los familiares son aspectos que no se tienen en cuenta la mejor de las veces. Pero en la mayoría se vulneran. Los asesinados son incluso elementos decorativos en un panorama en el que el malo es las estrella. Y no malos cualquiera, sino los de la peor especie. Todo esto está normalizado y asumido desde la romantización del personaje ejercida por Aníbal Lecter en los 80 y llevada luego al paroxismo.
Hay excepciones de crónicas negras de todo tipo realizadas con pericia y un cierto sentido ético, pero el género se presta, por la falta absoluta de límites de la industria literaria y del espectáculo, a desbordar toda clase de fronteras. Por cada buen trabajo realizado en este ámbito hay centenares que han traspasado toda línea del buen gusto o incluso son directamente malintencionados desde el principio. Con la inminente publicación de ‘El odio’, surgido de las conversaciones de su autor con el parricida José Bretón, han saltado las alarmas y se ha producido un debate procedente de la denuncia realizada por la madre de los niños, que ha intentado impedir su publicación.
De pronto ha surgido un debate sobre moralidad, sin que la moral se nombre. Unas veces es el dolor de la madre lo mentado, otras el derecho a la intimidad. Todo ello enfrascado en la sacro santa libertad de expresión, por la que la opinión inocente tiene igual derecho de ser dada a conocer que la del perverso. Si echamos la vista atrás, en miles de ocasiones se ha dado vía libre a obras de todo tipo que no tienen en cuenta ni dolores ni intimidades. ¿Por qué habría que ser diferente esta vez?
En el caso de Bretón, por cuestiones concretas de los sucesos y el currículum de su autor, vinculado al PSOE, parece que se solicitase un cristianismo selectivo. Es decir, en cualquier película, documental o serie prima la libertad de expresión… pero aquí vamos a hacer una excepción.
Mucho me temo que se trata de una apelación interesada, superficial y fruto del contagio por las redes sociales. En un régimen de opinión como el que vivimos, sin censura moral por ninguna parte, no se puede recurrir a esta estratagema sin hacer una profundísima crítica sobre los valores que la industria literaria, audiovisual y del espectáculo están propagando desde hace décadas, todos ellos anti-católicos hasta la médula. Y por supuesto sobre el papel que desempeñamos como lectores o espectadores. Pero surge el caso Bretón y queremos que el catolicismo venga a nuestro rescate en esta ocasión, como si se pudiera seleccionar sólo para una vez, y para colmo sin claridad al respecto, sin tan siquiera mencionarlo, oculto tras diversos subterfugios.
Contrarrestar la voz de los más despreciables asesinos y acompañar al dolor de las víctimas resulta imposible sin un análisis del concepto libertad de expresión, una de las divinidades de nuestra era, tótem de las ideas sistémicas y cauce por el que un torrente opiniones de todo tipo, cada una de ellas igualmente válidas, arrasan con el mundo del pensamiento. En esas aguas, el valor del puro y del abyecto son equivalentes. Y todos sabemos qué ocurre si en un caudal se introduce un elemento contaminante.
En Occidente, la libertad se ha degradado hasta significar casi sin exageración una suma de aborto+lujuria+gula. Imaginemos, pues, lo que contiene la libertad de expresión. ¿Estamos dispuestos a filosofar sobre libertad? ¿Y sobre libertad de expresión? ¿Y sobre lo que emana del mundo del espectáculo gracias a ella? ¿Y acerca de nosotros como espectadores y consumidores? Entre tanto, no se puede llamar a Dios a la remanguillé para que te socorra forzosamente disfrazado en un caso concreto, pasando a rechazarlo al instante para disfrutar del siguiente true crime en el que ya no nos plantearemos nada porque ha salido menos en Twitter.
Si disfrutamos de constantes obras o programas envilecidos de todo tipo en un mar de opiniones, apelar a la Verdad cuando conviene es disparar con armas de fogueo.