Para Daniel Chiquete, teólogo y agudo lector de García Márquez.
Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de libros que nunca debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar, de las playas idílicas del paraíso de Tolú –donde él nació- y de los brujos infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca.
Gabriel García Márquez
El tema es inconmensurable. No pretendo siquiera bosquejarlo con cierta justicia. Ya el entrañable Juan Antonio Monroy ha descrito en Protestante Digital el imaginario bíblico que percibe en Cien años de soledad: “Es una parábola bíblica. Abundan las reflexiones sobre Dios, la presencia de la Biblia, referencias a la creación tal como se cuenta en el Génesis, las plagas de Egipto, el éxodo del pueblo judío, la historia del diluvio, el apocalipsis de los últimos tiempos y otros destacados temas inmortalizados en la Divina Palabra y que están presentes en la literatura de todos los tiempos, en la naturaleza, en la conciencia del ser humano”.
Para este acercamiento al imaginario bíblico en la obra de García Márquez recordé y volví a la maravillosa biografía escrita por Gerald Martin, una obra modélica acerca de cómo investigar y escribir sobre un personaje, su trasfondo y repercusión cultural. Cien años de soledad, considera Martin,
Sería una novela modernista, pues García Márquez escribiría un libro que condensaría todos los libros, donde el macrocosmos estaría contenido dentro de un microcosmos: empieza y acaba con resonancias bíblicas [énfasis mío, CMG], y en sus páginas se dan cita algunos de los mitos universales de la antropología, los mitemas característicos de la cultura occidental y el peculiar negativismo de la experiencia concreta latinoamericana en relación con las aspiraciones grandiosas y los fracasos humillantes, hasta llegar a las más diversas teorías continentales de los pensadores más conocidos de América Latina (Gerald Martin, Gabriel García Márquez, una vida, Editorial Debate, México, 2009, p. 343).
Solamente soy un lector de Gabriel García Márquez, nada más, pero nada menos. Por lo cual aquí simplemente voy a referir algunas alusiones directas que hace en sus memorias el propio García Márquez acerca de su contacto con y lectura de la Biblia. En Vivir para contarla (voy a citar la edición mexicana, Editorial Diana, 2002) García Márquez evoca cómo antes de aprender a leer escuchó en su infancia en Aracataca los cuentos de “Juana de Freytes, una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que conocí fue ‘Genoveva de Bravante’, y se lo escuché a ella junto con las obras de nuestra literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la Odisea, Rolando furioso, Don Quijote, El Conde de Montecristo y muchos episodios de la Biblia” (p. 57).
Cuando aprendió a leer en una escuela del sistema Montessori, el niño Gabriel encontró “en un arcón polvoriento del depósito de la casa [un libro que] estaba descosido e incompleto” (p. 119). Su lectura lo absorbió intensamente. El libro era Las mil y una noches. En su adolescencia lo arrobaron La isla del tesoro y el Conde de Montecristo: “los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no romper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos” (pp. 167-168).
A los trece años de Gabriel, con el fin de continuar sus estudios, los padres se ven en la disyuntiva de elegir colegio para su hijo. Se deciden por el de San José de la Compañía de Jesús, en Sucre, ya que su madre se opuso a que fuese inscrito en el Colegio Americano, “con la razón viciada de que era un cubil de luteranos” (p. 189).
Tanto en sus memorias, como en otras de sus obras, y en varias ocasiones, García Márquez usa la expresión bíblico para adjetivar, con el sentido de inabarcable, insólito, maravilloso, inconcebible. Por ejemplo, en Vivir para contarla al describir un viaje en un buque fluvial, usa el concepto mencionado: “Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron a un cabrestante y lograron desencallarla. Era un ser fantástico y enternecedor, entre mujer y vaca, de casi cuatro metros de largo. Su piel era lívida y tierna, y su torso de grandes tetas de madre bíblica” (p. 216).
Tras los trágicos acontecimientos del bogotazo y su caudal de muertos, Gabriel García Márquez evoca que un día “desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión” (p. 344).
En Cien años de soledad, al describir cómo era el primigenio Macondo, Gabriel García Márquez hace un paralelismo con Génesis 2:18-20, cuando Dios trajo a Adán “toda bestia del campo y toda ave de los cielos para que viese cómo las había de llamar”. Para el escritor, en la génesis de Macondo, la comunicación verbal todavía no tenía lugar: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (edición conmemorativa, Real Academia de la Lengua-Asociación de Academias de la Lengua Española, 2007, p. 9).
En la misma obra, pero al final, en el que algunos críticos literarios han llamado el Apocalipsis de Cien años de soledad, el autor describe los momentos finales de Aureliano Babilonia, y con él de su estirpe: “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico” (p. 470).
Como estudiante de derecho en Bogotá, García Márquez tuvo un compañero de estudios, Jorge Álvaro Espinosa, quien le “había enseñado a navegar en la Biblia” y le “hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job” (Vivir para contarla, p. 295). Otra lectura reveladora que le proporcionó Álvaro Espinosa fue Ulises, de James Joyce.
Uno de sus primeros cuentos publicados en suplementos literarios de periódicos fue “Tubal Caín forja una estrella, que vio la luz en El Espectador [17 de enero de 1948]. El nombre del protagonista, como no todo el mundo sabe, es el de un herrero bíblico que inventó la música” (p. 324). En la Biblia Reina-Valera 1960 dice que el personaje fue hijo de Lamec, y se le llama “Jubal, el cual fue padre de todos los que tocan arpa y flauta” (Génesis 4:21). Un versículo adelante es mencionado un hijo más de Lamec, “Tubal-caín, artífice de toda obra de bronce y de hierro”.
Apenas y he intentado acercarme a un tema que demanda una investigación esmerada y bastante más espacio que el aquí ocupado. Lo mío son atisbos a un territorio al que no voy a entrar. No creo ser yo quien tenga las herramientas necesarias para emprender la tarea de analizar profundamente los vasos comunicantes entre la Biblia y la obra de García Márquez.