La creatividad no tiene fronteras. Eso es lo que busca demostrar, una vez más, la Universidad de San Diego. Mientras los discursos antimigrantes se endurecen en Estados Unidos y los muros —físicos y simbólicos— se alzan cada vez más altos, una profesora y diez estudiantes de distintas nacionalidades proponen algo radicalmente distinto: arte.
Este martes 29 de abril, la Kroc School of Peace Studies celebra la segunda edición de Artivism in the Borderlands, una exposición y performance que es, al mismo tiempo, una protesta y pregunta abierta: ¿Qué puede hacer el arte frente a la narrativa del odio? La cita es a las 5.30pm en el Teatro y Rotonda del Instituto de Paz y Justicia (IPJ), donde se inaugura una muestra con los trabajos desarrollados por estudiantes del curso Borderlands Studies, que reflexiona sobre las experiencias fronterizas desde una perspectiva crítica, ética y estética. A las 6:30pm tendrá lugar una actuación escénica y, posteriormente, un panel de discusión con los participantes.
Nada de esto sería posible sin Janice Deaton. Abogada, activista y profesora. Nacida en Texas y criada en la frontera, explica a EL PAÍS que este proyecto nació de sus clases sobre migración y justicia, pero también de su trabajo voluntario y su biografía personal. Deaton cree en el artivismo, esa fusión de arte y activismo que no solo conmueve, sino que también transforma. “Cada obra de los estudiantes tiene muchas ideas a la vez, pero todas son de compasión, humanización y el reconocimiento del valor de quienes han dejado su hogar por necesidad, violencia o el cambio climático”, afirma.
Estas ideas se encuentran en cada pieza de la exposición: una manta bordada con los rostros de las personas fallecidas que intentaron cruzar el mar Mediterráneo, un árbol de la vida mexicano que honra la resiliencia de las comunidades migrantes, un baile salvadoreño que transforma la nostalgia en celebración colectiva. A través de fotografías, textos, instalaciones y performances, los estudiantes —originarios de Nigeria, Gales, México, Estados Unidos, Georgia y El Salvador— ponen en diálogo sus experiencias personales con las lecciones del curso.
Durante el semestre, leyeron Borderlands/La Frontera de Gloria Anzaldúa, una obra clave del pensamiento chicano y feminista que conceptualiza la frontera como un espacio de dolor, pero también de resistencia cultural. Recorrieron el muro, visitaron el Friendship Park —un lugar emblemático donde familias separadas por la política migratoria pueden verse a través de la reja fronteriza— y reflexionaron sobre el poder de la narrativa en la configuración del “otro” migrante.
La pregunta de fondo permanece: ¿puede el arte cambiar algo? Deaton no tiene dudas. “Lo que me ha conmovido es la emoción con la que cada estudiante se involucró. Al principio solo estudiábamos el tema, pero ahora están creando desde su propia vida. Y eso es poderoso”. Lo dice con los ojos brillantes, como quien ha presenciado un proceso de transformación colectiva.
El artivismo no ofrece respuestas fáciles, pero sí plantea preguntas necesarias. Interpela, incomoda, obliga a mirar de frente. “Ninguna persona es ilegal”, dice uno de los textos de la muestra. No es un eslogan, es un principio ético y político. Y esta exposición lo repite en cada imagen, en cada cuerpo en movimiento, en cada palabra pronunciada.
En un contexto global donde resurgen los discursos de odio, donde las políticas migratorias se endurecen y las etiquetas como “ilegales” o “alienígenas” siguen deshumanizando, Artivism in the Borderlands propone otro relato. Una grieta en el muro. Un espacio donde imaginar futuros distintos. Y, sobre todo, una certeza compartida por quienes han apostado por el arte como forma de resistencia.