Lunes, 16 de diciembre 2024, 07:11
¿Qué hacemos con nuestros privilegios de feministas liberadas, de padres de adolescentes pegados a un móvil, de octogenarios que acumulan vidas, géneros, conocimientos? Esa pregunta recorre la senda en la que avanzan los cuentos de ‘No se van a ordenar solas las cosas’ (Páginas de Espuma) Nuria Labari.
Los personajes de la escritora santanderina muestran al lector sus fantasmas y obsesiones. «El libro arranca con un cuento sobre los dibujos y los cuadros de Leonora Carrington. Esas bellas y monstruosas criaturas que pintó las tenemos todos debajo de la cama, por eso dormimos mal y se ha disparado el consumo de somníferos. Los cuentos sacan esos monstruos y al final se duerme mejor. Hablan del miedo al amor, a la muerte, a la guerra, a estar solos, al monstruo que a veces vemos en el espejo», dice Labari, que considera que la salud mental «se ha metido en nuestra vida como tema. La literatura que dialoga con la vida, ahí está la mía, se va rozando con lo real».
El más evidente es el joven que se autolesiona, que se mira al espejo y no ve lo real. «¿Cómo podemos entenderle desde nuestro lenguaje», se pregunta quien escribe este relato combinando dos registros. «Cuando cambiamos el lenguaje, la realidad cambia. El lenguaje con el que se piensa el mundo no es inocente», aclara. «Hoy tenemos a los adolescentes en el descuido. No pueden sacar dinero de la cuenta de sus padres pero tienen a un clic el porno que quieran. Protegemos más nuestro dinero que a nuestros niños. El libro juega con esto y plantea la pregunta incómoda que omite la izquierda, el feminismo y, en general, todos: ¿qué hacemos con nuestro privilegio?».
El cuento inicial habla de una mujer de profesión liberal, relacionada con el arte. «Cuestiono el privilegio de ser blanca, liberada, capaz de contratar a una migrante que ha dejado a sus hijos al otro lado del Atlántico para cuidar a las suyas». La asistenta le descubrirá otro mundo, mientras su ascendente sobre los habitantes de la casa es tan total que puede manipular la realidad a su gusto.
«Tendemos a ver las relaciones de poder desde la perspectiva de las víctimas y es injusto y mortífero cuando las víctimas tienen el monopolio del poder. Basta con ver lo que pasa en Israel, que la víctima se convierte en verdugo fácilmente».
Esa mujer migrante tiene su lenguaje con las niñas, como la amante madura del joven marroquí que apenas necesita diez palabras para entenderse. En todas las historias hay alguna reflexión sobre el idioma: «el lenguaje se parece más a cómo somos que a cómo nos gustaría ser», «es imposible construir mundos nuevos con palabras gastadas», «el lenguaje es también un rastro de vida, puede que el único fiable». Labari reconoce que ha «ido dejando más miguitas delatoras de las que pensaba. El libro nace de mi pelea con el lenguaje con la prevención de que puede sublimar la realidad, como el arte con la materia. En nuestro caso, hay que tener cuidado porque el mismo lenguaje sirve para engañar, mentir y hacer el mundo más pequeño».
La autora de ‘La mejor madre del mundo’ señala que «no es casual que lo primero que hemos enseñado a la inteligencia artificial sean las palabras, podía haber sido un robot de cocina. Me obsesiona que en el lenguaje esté lo que nos hace humanos. El ChatGPT lo usa más eficazmente pero no será humano. ¿Qué hay en el lenguaje literario distinto para definir el mundo?», se pregunta mayéuticamente para responderse. «He llegado a la conclusión de que el lenguaje literario es una palabra encarnada. Cuando se pregunta cómo habla tu madre, nadie responde el idioma nativo. Hay idiolectos amorosos, cómo habla la madre, cómo lo hace el amante. El lenguaje construye el mundo, está encarnado y es inseparable de la individualidad».
La forma de hablar del viejo psicoanalista que cierra el libro está «atravesada por el tiempo, nos acerca a la vida y sirve para eso, no tanto para ir de ‘a’ a ‘b’ como para permitirnos vivir entre ‘a’ y ‘b’. Hemos ido expulsando ese lenguaje de las instituciones, de las relaciones, por eso se viven buenos tiempos para la literatura porque echamos de menos ese lenguaje que da sentido a ciertas palabras».
Cita las de Kallifatides, Junot Díaz o Wislawa Szymborska, autores que le acompañan. «En medio de este ruido social e informativo, en el que cada vez es más difícil distinguir lo real de lo ficticio, mantenemos la esperanza de que el arte es bueno, es bello. Pero también tiene un doble filo. Nos agarramos al amor, el arte y la belleza, son nuestras palabras sagradas que nos pueden librar de todo mal, como antes lo fueron las de la religión».
Considera que la literatura le permite «rasgar el tiempo, es lo único que reta a las leyes de la física cuántica. Podemos retroceder 30 años y habitar nuestra infancia. Hay una sensación de eternidad, de comunión con Platón o Flannery O’Connor. Parecen de nuestra pandilla, hemos atravesado el tiempo. Eso me parece fascinante de la literatura, algo que es irrenunciable».