WASHINGTON— Al presidente Joe Biden le queda menos de un mes para que termine su presidencia de un solo mandato, y ha estado reflexivo.
Ha estado expresando arrepentimiento por su decisión de no firmar con su nombre los cheques de ayuda por la COVID-19 y por su larga reputación —otrora considerada una virtud— de ser el legislador más pobre del Congreso. Y ahora, con un viaje previsto para reunirse con el papa Francisco en el Vaticano el mes que viene, el presidente está dando a entender que podría estar lidiando con conflictos adicionales en su mente.
La visita, según dijeron funcionarios de la Casa Blanca al publicar un comunicado sobre la llamada de Biden con el papa la semana pasada, es oficialmente para conversar sobre la paz mundial. Pero según una persona familiarizada con sus planes para el viaje, Biden también irá a la Santa Sede en busca de consuelo y “alivio” en este momento en el que está saliendo de la escena mundial. Francisco, dijo esa persona, se ha convertido en un aliado y alguien de confianza, intercambiando llamadas telefónicas ocasionales con Biden. Algunas de esas conversaciones han consistido en contactos casuales del tipo “Hola, ¿cómo te sientes?”.
A lo largo de su dilatada carrera, la tendencia de Biden a narrar sus experiencias de vida ha moldeado la forma en que el público le entiende. Conocemos las historias: las luchas de la infancia con un tartamudeo que crearon a un defensor de barrio que luchaba contra los acosadores. Los errores y la mala sincronización que echaron por tierra anteriores intentos de llegar al cargo más alto de la nación. Y las devastadoras pérdidas de su primera esposa y sus dos hijos que crearon un manantial de resiliencia.
Sin embargo, los arrepentimientos que ha dejado escapar en el tramo final de su presidencia son distintos de la narrativa tradicional que Biden compartió a medida que fue ascendiendo en el escalafón. Durante sus últimas semanas en el cargo, sus comentarios y acciones revelan más acerca de las ideas de Biden sobre el panorama político actual, que es drásticamente distinto de aquel en el que ingresó tras ganar sus primeras elecciones al Senado en 1972.
A pesar de que sus aliados han descrito su estado de ánimo en el final de su mandato como reflexivo y en ocasiones enfadado, el presidente no ha brindado oportunidades para responder a muchas preguntas sobre sus recientes acciones, como la decisión de indultar a su hijo Hunter Biden. Sin embargo, en sus apariciones públicas, el presidente ha ofrecido algunas pistas sobre lo que le preocupa.
A principios de este mes, en un discurso pronunciado en la Brookings Institution de Washington, Biden habló de su arraigada convicción de que la clave para fortalecer la economía estadounidense pasa por reforzar la clase media. Pero hizo una pausa lo suficientemente larga como para referirse a una historia que ha compartido innumerables veces como candidato y como funcionario público. “Durante 36 años, figuré como el hombre más pobre del Congreso”, dijo a la multitud, riendo, antes de añadir: “Qué hombre tan tonto”.
Dada la atmósfera actual, el chiste llevaba el aguijón de la amarga verdad. Los multimillonarios están a las puertas de la Casa Blanca, empujados por los votantes que volvieron a ponerse del lado de un hombre rico cuyas políticas son antitéticas a las de Biden.
Dentro de un mes, Washington volverá a estar dirigido por Donald Trump, un hombre que no ha ocultado su riqueza ni su aprecio por la riqueza de los demás. Uno de sus principales asesores, Elon Musk, es según algunos cálculos el hombre más rico del mundo, y su primer acto político (no electo) de este mes fue tratar de incitar a los republicanos del Congreso hacia un cierre del gobierno.
Aparte de bromear sobre su riqueza, Biden ha reflexionado abiertamente sobre una de las maniobras más llamativas —y aparentemente eficaces— de Trump como presidente. Durante el mismo discurso en Brookings, Biden dijo que había sido “estúpido” al no firmar con su nombre los cheques de ayuda por la COVID-19 que se distribuyeron a los estadounidenses a principios de su mandato. Trump estampó su firma en los cheques distribuidos tras la aprobación de una ley de ayuda en la primavera de 2020.
Biden y sus asesores aprendieron algo de la tendencia de Trump a garabatear su nombre en las cosas. En 2023, empezaron a aparecer por todo el país carteles que promocionaban proyectos de infraestructuras “financiados por la Ley Bipartidista de Infraestructura del presidente Joe Biden”. Pero estas tuvieron escaso impacto político en comparación con un cheque firmado. En las redes sociales ya circulan historias engañosas sobre la posibilidad de que Trump vuelva a conceder cheques de ayuda en 2025, a pesar de que el presidente electo no ha detallado ningún plan de entregar más dinero.
Quizá lo más revelador de la lista de arrepentimientos de Biden son los elementos que no aparecen en ella. El presidente no se arrepiente de haber debatido con Trump en junio, una comparecencia que provocó una lenta hemorragia del apoyo con que contaba de los demócratas y que finalizó con su destitución como candidato presidencial del partido. Biden ha dicho en privado a sus aliados que lo único que lamenta es no haber cambiado la fecha del debate porque estaba resfriado, y cree que habría tenido un mejor desempeño si hubiera gozado de mejor salud.
Biden tampoco ha expresado mucho arrepentimiento en público por haber decidido llamar a su plan económico “Bidenomics”, aunque en privado se ha quejado con sus aliados de que no le gusta el nombre. Y aunque su gobierno ha reconocido errores durante la caótica y letal retirada de tropas de Afganistán en 2021, Biden no se arrepiente de haberla realizado.
c.2024 The New York Times Company
