Algo está sucediendo en mi vida cotidiana como espectador activo y con certificado de origen por diversos teatros y salas para que llegado el momento de ponerme a juntar letras para explicar de alguna manera lo visto y lo que tantas obras y espectáculos hayan dejado poso en el archivo emocional, aparezcan acontecimientos concurrentes para desviarme hacia esa tendencia tan agudizada que marca mi devenir como párroco de esta ermita marginal sobre las artes escénicas y el mundo cultural, que me ha convertido en un dogmático cuando no un viejo alucinado que defiende asuntos estructurales sobre la posible organización de las instituciones públicas que inciden de una manera asfixiante en lo que la ciudadanía puede ver en los escenarios, que a nadie interesa porque la magia reside en que todos se quejan, pero todos, a la vez, piensan que estamos en el mejor momento, que no se puede hacer de otra manera y que somos la envidia del tercer mundo en asuntos teatrales.

Reencontrarme con Angélica Liddell de nuevo encima de un escenario tras dos o tres espectáculos suyos que por motivos diversos no pude verlos, me reconforta. Podría empezar señalando la relación directa con ella y sus obras en mi segunda o tercera personalidad de editor, pero hoy quiero comparecer ante ustedes como aludido en su obra “Dämon. El funeral de Bergman” que vi en los Teatros del Canal madrileños con la sala grande llena y que me dejó la magnífica foto fija de una inmensa cola que rodeaba al magnificente edificio. Y digo más, no era el día del estreno, por lo que los públicos asistentes, a mi entender, son admiradores incondicionales de Liddell, y además me pareció que rebajaban bastante la media de edad con la que acostumbro a relacionarme en mi cotidiana actividad de espectador interesado.

He escrito que me siento aludido porque mis primeros contactos con la Liddell fueron a través de mis críticas. Y recuerdo como si fuera ahora la conmoción que me causaban sus textos y sus puestas en escena, la dificultad que tenía para meterle el diente con solvencia y rigor a sus propuestas. Me colocaba en unos puntos ciegos, en un cruce entre la intuición de considerar que había algo intangible que no era capaz de descifrar pero que me llamaba la atención y el impulso de la costumbre y la tradición para descalificar todo aquello que no se entiende. Es un ejercicio delicado y que produce muchos rasguños tanto intelectualmente como en ese ego idiota que se enroca y te repite tópicos y posturas blindadas y reaccionarias.

Por eso en ese principio del espectáculo en donde va leyendo trozos de críticas de periódicos franceses, con nombre y apellidos de los ejecutores de lo que ella considera humillaciones y desprecios, al tener referencias de su estreno en Avignon, lo metabolicé de manera gimnástica. Las apostillas de la artista me producían un efecto solidario inconmensurable. Seguramente en algún momento de mi vida de crítico he escrito cosas de ese ínfimo valor, de esa falta de respeto, de esa sensación vengativa. Me costó tiempo darme cuenta de que la crítica puede ser laudatoria y que, si no hay matices ni instrumentos de análisis más o menos científicos, eso se convierte en un chascarrillo, en un acto onanista las más de las veces. El ejercicio de la crítica sea en el campo que sea, debe ser comprometido con lo criticado. Y por pudor no quiero seguir por esta senda.
Lo más rotundo, lo más sangrante, ofensivo e hiriente del capítulo de la Liddell respecto a la crítica es que despacha con dos líneas a la crítica española y lo hace diciendo que ni merece la pena dedicarle más tiempo, acaba con una boutade que yo aplaudo, al decirse con humor caníbal que, para inmolarse, mejor con la crítica de periódicos como Le Monde, Figaro, Liberation. Y me parece un cierre del asunto perfecto.
P
orque hay que señalar que este espectáculo está dedicado a Ingmar Bergman, un señor que odiaba la crítica teatral, a la que dedicó en sus diarios pasajes demoledores. Se puede estar de acuerdo o no, pero siempre es necesario pensar que quienes hacen (hacemos) la crítica somos , en el mejor de los casos, obreros intermitentes que escriben, o escribían, por unos pocos euros, que han perdido en las últimas décadas influencia real, que la inmensa mayoría de los que se presenta como crítica, son previas del día después, que cuentan la obra, repiten los conceptos del programa de mano o de las entrevistas de los creadores y que, en general, son personas que conviven de manera diversa con productores, directores, dramaturgas, actrices y demás gremios de las artes escénicas lo que les añade emocionalmente barreras para poder expresarse en liberad absoluta. Y otra cosa es que tanto Bergman como Liddell y como algunos más, no acaban de entender para qué sirve, porqué existen unos cuervos que se comen el cadáver de un hecho teatral tan importante y vivo. Este es otro magnífico tema para ser repudiado de la tribu de los que se enorgullecen de su manera de estar en el periodismo y su cercanía con las artes escénicas. Debe ser algo así.

Lo que yo quería decir desde hace diez o doce párrafos es que el monólogo de casi una hora de Angélica Liddell con el que arranca lo mollar de “Dämon” es magnífico en forma y fondo. Es un ejercicio atlético tanto en los conceptos vertidos, como en el desgaste físico, vocal. Posteriormente se despliega todo un ceremonial, un espectáculo magnificente, decenas de actores y actrices en escena, muchas tensiones entre lenguajes escénicos, una fuente inagotable de imágenes, movimientos que van configurando un tejido de sensaciones, sobrecargando el ambiente, siempre con Bergman como aliciente, para terminar en otro mini-monólogo de la Liddell sentada junto al féretro del creador sueco, hablando de la muerte, en un tono tan pausado, rico, interiorizado que conmueve por demostrar que es una artista inconmensurable, que eso es teatro puro, y que es justamente lo contrario de su arranque pero que tiene la misma fuerza dramática.

Colocados en este punto, decirles que además de esto he intentado seguir a quienes llegan con nuevas ilusiones a la escena. En Nave 73 tienen un programa, festival, muestra que se llama “Imparables” y que he visto sus tres primeras entregas que me han parecido desiguales, cosa por otra parte lógica, pero donde se notan inquietudes temáticas concomitantes, acercamientos a sistemas dramatúrgicos y de movimiento que seguramente responden a los tiempos actuales. En el programa El Canal Baila, he visto dos montajes donde también se detectan esas necesidades de buscar nuevas fórmulas, aunque a algunos vetustos espectadores incorruptos nos parezca que son versiones descafeinadas de movimientos de los años setenta del siglo pasado. Y viajé a Zaragoza para ver a viejos amigos con nuevas aventuras teatrales. No me puedo quejar.

La Vida es Bella y el Teatro es su máxima expresión para convertirla en algo más que química.