Conocer las casas de las congregaciones presentes en el Vicariato me ha enseñado mucho sobre las religiosas y los sacerdotes: el estilo de cada tribu, su forma de vivir, cómo se posiciona en la misión y tantos otros detalles.
Además, este contacto con la Iglesia mexicana me ha hecho entender mentalidades, hábitos, enfoques… Ahora me encajan aspectos como la dedicación a los bienhechores, la piedad popular o el interés por la pastoral vocacional, que en México la trabajan a conciencia (y tienen resultados, como he comprobado).
Transcurren los días y voy captando lo importante que ha sido ir a México. Me he llevado una gratísima sorpresa, mi mente se ha limpiado, he contemplado, me he divertido y he disfrutado de cosas nuevas… aunque no tanto, porque de alguna manera muchas me eran familiares a través de los misioneros del Vicariato, porque un tercio de ellos son mexicanos (nada menos).
Por supuesto que en Indiana había comido tacos de varios tipos, mole (que me encanta) y enchiladas; en Tamshiyacu pozole y sopes; en San Pablo quesadillas; en Caballo Cocha chilaquiles y carne estofada; en Pebas tomé tequila… Hasta sé hacer tortillas, ¿eh? Colocarlas en el comal y voltearlas hasta que se hinchan -ya te puedes casar- y están listas. Los mexicanos preparan y comen comida mexicana… ¿cero en inculturación? Más bien querencia por sus raíces, y que son ellos mismos los que cocinan.
En el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México (que ya no es “distrito federal”), impresionante, colosal, asombroso y se me acaban los adjetivos, se aprende que los mexicas ya preparaban tortillas hace un milenio, ahí están los meros utensilios que lo atestiguan. ¡Pero si tenían incluso dioses protectores del maíz! Esta gente ama su nación, y ahora les comprendo totalmente.
Y es que este país es un collage de culturas extremadamente bello y al mismo tiempo lleno de contrastes. La capital es ya un exceso, con más de 30 millones de habitantes y unas distancias inasumibles. El territorio es enorme, cuatro veces España, mayor incluso que el Perú; lo he recorrido un poco, de centro a oeste, de México a Guadalajara, y hasta Colima, en la costa del Pacífico. Viajes de 10 y 11 horas en bus.
La Virgen de Guadalupe está en todas partes; si en una iglesia no la veía, me extrañaba y preguntaba hasta que me la mostraban. Es un pueblo profundamente religioso. En la diócesis de Guadalajara son más de 1200 sacerdotes; en San Juan de los Lagos tienen 480 seminaristas… el vicario general me contó que los jóvenes que están en el propedéutico (año introductorio antes de ingresar al seminario) son tantos, que lo hacen por arciprestazgos porque de otro modo no cabrían. Qué poderío.
Notas el fervor, y sin embargo este país está infectado por la violencia extrema. Estando allí saltó la noticia de que el alcalde de la ciudad de Chilpancingo, en el estado sureño de Guerrero, fue asesinado tras apenas seis días en el cargo: le cortaron la cabeza. Parece que las brutalidades que narran las novelas y las series son superadas por la realidad.
Es el único lugar del mundo donde he visto asientos y vagones enteros del metro y del autobús reservados solo para mujeres, a tal nivel han llegado los abusos en esas aglomeraciones humanas de la urbe. Me quedo a cuadros, y también al tratar de atravesar la nube feligresa para entrar en la Iglesia de San Hipólito y San Casiano, santuario nacional de San Judas Tadeo. Tremenda industria de objetos religiosos de todo pelaje. Compré un velador como habría hecho mi mamá, me senté en un banco y comenzó la misa con unos mariachis que salieron entonando “Las mañanitas”. Se me saltaron las lágrimas.
Me llevaron a Teotihuacán y quedé maravillado de las pirámides del sol y la luna, ante el ingenio y la maestría de aquella civilización. No quise almorzar en todos esos restaurantes turísticos que orlan el monumento, así que nos fuimos a comer en la mera calle, para sentir la vida de la gente, y más en México, donde la gastronomía es un lenguaje que lo atraviesa todo. Las salsas están dispuestas en bandejas, cada cual se sirve lo que desea según el gusto (o la tolerancia) por el pique.
El centro me gustó menos, quizá por la avalancha de turistas que invade sin piedad el zócalo y la zona aledaña, correlativa a la proliferación de tenderetes por doquier. Ves la catedral, y junto a ella los escasos restos del templo mayor, y sabes que allí debieron destruir a lo bestia para construir semejante mole. Te lo corrobora la Plaza de las Tres Culturas, donde los mismos ladrillos de piedra volcánica de las edificaciones del pueblo Tlatelolca fueron utilizados para levantar la iglesia de Santiago. Esto, unido a las anacrónicas y patéticas reclamaciones de López Obrador, abona un cierto runrún antiespañol en las conversaciones.
Más allá del turismo, conocer las casas de las congregaciones presentes en el Vicariato me ha enseñado mucho sobre las religiosas y los sacerdotes: el estilo de cada tribu, su forma de vivir, cómo se posiciona en la misión y tantos otros detalles. Además, este contacto con la Iglesia mexicana me ha hecho entender mentalidades, hábitos, enfoques… Ahora me encajan aspectos como la dedicación a los bienhechores, la piedad popular o el interés por la pastoral vocacional, que en México la trabajan a conciencia (y tienen resultados, como he comprobado).
No me extraña tampoco que mis compañeros celebren tantísimo las fiestas patrias mexicanas. ¡Qué país tan extraordinario! Realmente México lindo y querido, ahora también para mí. Me queda en el paladar del alma ese agradable afecto, como el gusto exquisito del chile jalapeño. Ojalá Diosito me regale la oportunidad de volver.