Hay al menos dos disparates en torno a Muface. El primero es que Muface exista. El segundo es la forma en que puede dejar de existir. Uno de los logros de la ley de sanidad de 1986 fue la creación de un Sistema Nacional de Salud que terminaba con una amalgama de mutualidades paralelas. Muface, que se fundó en 1975, permanece como un residuo histórico, como el concierto vasco y el tuátara, un reptil neozelandés que se suele calificar de fósil viviente. Se basaba en la idea de que el Estado podía negociar mejores condiciones; nació cuando la asistencia sanitaria se pagaba con cuotas de seguridad social y no con impuestos. Es claramente injusto: un privilegio y un contrasentido, que en sus momentos más dadaístas presenta a funcionarios aterrados ante la idea de ser atendidos en el sector público como los demás. (Una alternativa sería recurrir a un seguro privado, que pagarían de su bolsillo, como el resto de los ciudadanos.)
Lo peor de la situación actual, que ha abierto un conflicto entre los dos socios del Gobierno, es la falta de previsión. No se ha hecho, por ejemplo, explicando en una renovación del convenio que el modelo cambiaría en dos, tres o cinco años, con un plan de adquisición de hospitales y traspaso de personal, o con el diseño de un sistema de desgravaciones fiscales. Tampoco se ha buscado un acuerdo con las comunidades autónomas, que son las que gestionan la sanidad: ¿para qué, si en la mayoría de ellas el Gobierno autonómico no está en manos de las fuerzas que componen el Gobierno central? La chapuza no sorprende si tenemos en cuenta de dónde viene: de la coherencia del partido que fundó Íñigo Errejón, de la fiabilidad de una ministra que permaneció en su cargo tras exigir la dimisión de un rival político por cobrar unas ayudas que ella también recibía y de la honestidad intelectual de un secretario de Estado que intentó colar en un tuit un gráfico sobre Estados Unidos como si se refiriese a España. El resultado sería que un millón y medio de beneficiarios de Muface pasarían a una sanidad pública sobrecargada, con un reparto desigual: Madrid, con un 14,5% de la población, tiene el 16% de usuarios; Andalucía, con el 17,8%, tiene el 21,3%. Entre esas dos y la Comunidad Valenciana representan el 47% de los beneficiarios.
Un buen sistema público de salud no es solo una de las bases del Estado de bienestar: es una conquista de la civilización. El nuestro es valioso y admirable, y debemos preservarlo y mejorarlo en circunstancias económicas y demográficas complejas. La base de cualquier intervención sobre él es la misma que en la medicina: lo primero es no hacer daño.