En mayo de 1775 se reunieron en Filadelfia los representantes de las 13 colonias británicas de América del Norte. Su propósito era el de unificar la resistencia frente a la Corona británica, que se había propuesto acabar con el estado de rebelión que reinaba entre sus súbditos americanos.
En realidad, en esos momentos, la guerra ya había empezado. Pocos días antes, el 17 de abril, una columna británica fue enviada a Concord para capturar y destruir un depósito de armamento que la milicia de la colonia de Massachusetts había escondido allí, pero los milicianos le tendieron una emboscada a su paso por Lexington.
El choque, que duró pocos minutos, acabó con ocho muertos y diez heridos. A continuación, la milicia de Massachusetts puso sitio a Boston en un intento de obligar a los ingleses a abandonar la ciudad.
Aunque el Congreso reunido en Filadelfia –el Segundo Congreso Continental, continuador de otro celebrado el año anterior– no era el gobierno de las colonias unidas, actuó como tal; y una de las primeras tareas de un gobierno a punto de entrar en guerra es organizar un ejército.
Esto es lo que hicieron los representantes de las colonias: asumieron el mando de la milicia que sitiaba Boston convirtiéndola en lo que pomposamente se llamó el Ejército Continental, y nombraron como comandante en jefe a George Washington.
La vocación de un comandante
La pregunta es inevitable: ¿Por qué, entre todos los presentes en Filadelfia, o incluso entre los muchos ciudadanos de todas las colonias, se eligió a George Washington para esta tarea? Algunos contemporáneos dijeron que la elección de Washington se debió a que era el único de los presentes que vestía uniforme, otros que fue por su altura –con casi 1,90 metros, era un palmo más alto que los demás– y por su aspecto imponente.
Pero lo cierto es que Washington era el único que contaba con una acreditada experiencia militar. Además, era virginiano y –como diría años más tarde John Adams, otro protagonista de la independencia estadounidense– para que la rebelión tuviera éxito era imprescindible que fuera apoyada por Virginia, en ese momento la colonia más rica e influyente de Norteamérica, y Washington era uno de los pocos virginianos que querían separarse de Gran Bretaña.
Más allá de esto, aunque nadie lo dice ni queda claro en los retratos que de él tenemos, debía de haber algo en Washington que lo hacía diferente y superior a los demás, un carisma propio. Fue así como, desde el momento en que asumió el mando, se convirtió en “Su excelencia“, el único de los revolucionarios que recibió ese tratamiento.
George Washington nació el 22 de febrero de 1732. Era un virginiano de cuarta generación, y aunque su familia era acomodada no pertenecía a la clase dominante en la colonia. Cuando murió su padre, George quedó a cargo de su hermanastro Lawrence, casado con una mujer perteneciente a uno de los linajes más importantes de Virginia. En 1748 Washington consiguió su primer trabajo como ayudante de agrimensor en una expedición al interior de Virginia.
Cuatro años después moría Lawrence, dejándole como único heredero; entre las propiedades que recibió se encontraba Mount Vernon, que se convertiría en su residencia habitual. La muerte de su hermanastro también dejó vacante un puesto de oficial de la milicia de Virginia, que George Washington pidió y que le concedieron.
exitosa carrera militar
Un año después, en 1753, empezaba su vida militar activa, precisamente en el valle del Ohio. La carta fundacional de Virginia concedía a la colonia todas las tierras del interior hasta el Mississippi, incluyendo el valle del río Ohio, situado detrás de los montes Apalaches; para explotar las fértiles tierras de este valle, un grupo de prominentes ciudadanos de la colonia de Virginia fundaron la Ohio Company.
Para que la rebelión tuviera éxito era imprescindible que fuera apoyada por Virginia, en ese momento la colonia más rica e influyente de Norteamérica
Sin embargo, los franceses consideraban el Ohio como territorio propio porque lo habían descubierto y, sobre todo, por que era la vía natural de comunicación entre las dos colonias francesas de Norteamérica: el Canadá y la Luisiana.
Para proteger esta línea decidieron levantar una serie de fuertes a lo largo del río Ohio. La reacción de los virginianos no se hizo esperar: enviaron una expedición para notificar a los ocupantes franceses que estaban en territorio de la Corona británica y conminarles a que lo abandonaran. Al mando de esta expedición iba el teniente coronel George Washington, de la milicia de la colonia de Virginia.
Los franceses no aceptaron la advertencia de Washington y ello representó el inicio de la guerra Franco-India, o, como se la conoce en Europa, la guerra de los Siete Años (1756-1763). En ella los franceses lucharon contra los ingleses cada uno con sus aliados indios respectivos, en lo que fue la única guerra europea comenzada por las colonias –y que constituye el trasfondo de la novela El último mohicano, de Fenimore Cooper–.
El primer paso en el conflicto lo dio el gobierno inglés al enviar a Virginia una expedición al mando del general Braddock, un militar con 35 años de experiencia bélica en Europa, pero ninguna en el continente americano. Braddock fue lo bastante sensato para aceptar al joven Washington como ayudante. Siguió la misma ruta que éste había utilizado, pero el paso de las montañas, con la pesada artillería y demás equipo de un destacamento de este tipo, resultó muy difícil y lento, por lo que Braddock y Washington se adelantaron con parte de las tropas.
La masacre de Monongahela
Los ingleses estaban acostumbrados a la guerra convencional europea, en campo abierto, pero en su avance fueron sorprendidos por un destacamento francés y sus aliados indios, que los atacaron desde el bosque, sin dejarse ver. Braddock fue herido, lo que hizo cundir el pánico entre los ingleses, que iniciaron una retirada desordenada.
El choque es conocido como “masacre de Monongahela”, por el nombre del río junto al que tuvo lugar; los ingleses perdieron mas de 900 hombres –de un total de 1.300–, mientras que los franceses sólo contabilizaron 23 muertos y 16 heridos.
La muerte de Braddock, tres días después, y de la mayoría de oficiales ingleses hizo que el mando de la expedición recayera en Washington, quien organizó la retirada con gran habilidad y valor: dos veces mataron el caballo que montaba y cuatro veces las balas rasgaron su uniforme sin causarle ni un arañazo.
La expedición de Braddock fue un fracaso, pero Washington salió de ella con una gran reputación y con la convicción de ser poco menos que inmortal que mantendría a lo largo de toda la guerra de Independencia.
carrera en la milicia
Cuando en 1755 Virginia reorganizó su milicia y creó lo que se llamaría el Regimiento de Virginia, Washington, con sólo 23 años, fue nombrado su comandante.
Se dedicó en cuerpo y alma a convertir aquella milicia de voluntarios en una fuerza militar efectiva, al mismo nivel que el ejército profesional. Logró progresos notables, pero nunca pudo comprobar la eficacia de su trabajo porque el resto de la guerra Franco-India se desarrolló lejos de Virginia, en el norte y Canadá.
En 1758 Washington abandonó la milicia, en parte por razones personales y también porque llegó a la conclusión de que su deseo de convertirse en un oficial del ejército regular británico era imposible, pues en él no había lugar para coloniales provincianos.
Un año después se casaba con Martha Dandridge Curtis, una viuda con dos hijos, probablemente la mujer más rica de la colonia. El matrimonio fue aceptablemente feliz, aunque hay datos para creer que Washington estaba enamorado de otra mujer, esposa de un amigo. Washington no tuvo hijos propios, pero trató a los hijos de Martha y a sus nietos como si fueran suyos.
Un terrateniente comprometido
Durante los siguientes años Washington vivió como un acomodado terrateniente, dedicado a la política colonial y al incremento de su propia fortuna, lo que en Virginia equivalía a adquirir más tierras. La economía de la colonia era casi exclusivamente agrícola, pero la producción tenía que venderse en Londres, por mediación de agentes comerciales londinenses, porque las leyes inglesas obligaban a los colonos a hacer todas sus transacciones comerciales a través de esa ciudad.
La mayoría de los hacendados virginianos sentía que estos agentes se enriquecían a costa de ellos, por lo que, inevitablemente, se desarrolló un gran resentimiento contra este sistema de explotación y contra Inglaterra en general. De este tema se hablaba con frecuencia en la House of Burgesses, o parlamento colonial de Virginia, del que Washington fue miembro durante quince años. Sus intervenciones en la cámara cimentaron su fama como político cuando ya era bien conocido como militar.
La guerra de los Siete Años, iniciada a causa de la misión de Washington en el valle del Ohio, abonó el terreno para la crisis entre la Corona británica y sus colonias americanas.
En efecto, aunque Inglaterra ganó el conflicto, la victoria había resultado tan costosa que las arcas imperiales quedaron vacías. El gobierno británico hubo de crear nuevos impuestos para resolver la situación, y decidió hacer contribuir a las colonias americanas, que apenas pagaban impuesto alguno.
Abusos de la metrópoli
A partir de 1765, Londres promulgó una serie de leyes impositivas que los americanos consideraron abusivas y contra las que protestaron de forma cada vez más enérgica.A principios de la década de 1770 la tensión se hizo cada vez mayor, sobre todo en Massachusetts donde se produjeron la “matanza de Boston” (1770) y el “motín del Té” (1773).
Para aunar las protestas de todas las colonias se organizó en septiembre de 1774 el Primer Congreso Continental, que, sin ser un éxito, tomó decisiones importantes. Creó la Asociación Continental, un acuerdo de no importar, exportar o consumir productos ingleses, para presionar a las firmas comerciales inglesas a fin de que éstas, a su vez, presionaran al Parlamento de Londres.
También elaboró un memorial de agravios dirigido al rey de Gran Bretaña –creían que el culpable era el Parlamento británico, no el rey–, en el que se exponían las quejas de los colonos. Los representantes de las colonias decidieron que se volverían a reunir en la primavera siguiente si el rey no respondía a sus peticiones. Éste no contestó y, así, en 1775 se reunió el Segundo Congreso Continental, que organizó un ejército, y el 4 de julio de 1776 se firmó la declaración de Independencia.
Comandante en jefe de EE. UU.
Washington fue uno de los representantes de Virginia en los dos Congresos. Cuando se le ofreció el cargo de comandante en jefe del Ejército Continental afirmó que no creía estar preparado para desempeñarlo.
Finalmente aceptó la designación, pero con una condición sorprendente que serviría para aumentar aún más su fama: no quería recibir compensación económica alguna. Washington, por otra parte, ignoraba que el Ejercito Continental, del que acababa de ser nombrado jefe, no existía: de momento era la milicia de Massachusetts convertida en un imaginario ejército.
Su estrategia en lo sucesivo consistirá en desgastar al enemigo, superior en número y armamento, sin presentar batalla a menos de estar seguro de ganarla.
Aceptó la designación, pero con una condición sorprendente que serviría para aumentar aún más su fama: no quería recibir compensación económica alguna
El nuevo comandante se dirigió a Massachusetts y por el camino se enteró de que el ejército cuyo mando iba a tomar acababa de librar su primera batalla contra los ingleses, en Bunker Hill. El choque fue la consecuencia lógica del encuentro de Lexington: envalentonados por su éxito, los americanos decidieron expulsar a los británicos de Boston y sitiaron la ciudad intentando fortificar las colinas que la rodeaban.
Los británicos decidieron desalojarlos y lanzaron una ofensiva, consiguiendo su objetivo pero a un coste inaceptable: de una fuerza de 2.600 hombres perdieron casi la mitad contra unas pocas bajas por parte de los colonos.
No es extraño que uno de los generales británicos escribiera en su diario que algunas “victorias” más como ésta acabarían con el dominio inglés en América. Los colonos, aunque expulsados de las colinas, no abandonaron el sitio de la ciudad, dejando claro que no iban a cejar en la lucha.
La lucha por la independencia
La llegada de Washington a Boston no mejoró la situación. Aunque dispuestos a luchar, aquellos voluntarios formaban un grupo heterogéneo de hombres de diferentes procedencias e intereses, sin disciplina, sin suficiente armamento y sin víveres.
La primera tarea del nuevo comandante en jefe fue convertir a todos estos hombres en un ejército disciplinado, bien armado y bien aprovisionado. Para ello necesitaba echar mano no sólo de sus conocimientos militares, sino sobre todo de sus habilidades diplomáticas.
El gobierno de Massachusetts seguía dando órdenes como si las fuerzas que asediaban Boston fueran su propia milicia colonial, mientras que el Congreso se olvidaba de que un ejército necesita armamento y vituallas. Washington tuvo que atender a todo. También eligió a sus colaboradores, hombres sin experiencia militar que debían actuar como generales de artillería o dirigir un batallón de ingenieros.
La primera tarea de washington como comandante en jefe fue las tropas de la milicia en un ejército disciplinado, bien armado y bien aprovisionado
No fue tarea fácil, pero poco a poco fue consiguiéndolo. Washington reunía las condiciones personales para la tarea: un carácter reservado y prudente, seriedad, constancia e integridad a prueba de las críticas más adversas. Poseía también una clara conciencia de sus limitaciones y una voluntad enorme de aprender de sus propios errores. Pero sobre todo Washington tenía una confianza ciega en su misión; creía en la independencia de las colonias y en que el destino estaba de su parte.
Creía también firmemente en lo que entonces era una novedad y que sería uno de sus más importantes legados: que el ejército debía estar subordinado a la autoridad civil. Además de todo ello, era un hombre con suerte, con mucha suerte. Si no puede decirse de él que fuera un militar brillante, los generales británicos con quienes se enfrentó no dieron la talla y fueron sustituidos a medida que fracasaban, mientras que él se mantuvo en su puesto hasta el final.
Washington creía en lo que entonces era una idea revolucionaria: que el ejército debía estar subordinado a la autoridad civil, emanada de la soberanía popular.
general exitoso
El sitio de Boston duró nueve meses. En este tiempo, la milicia de Massachusetts prácticamente se convirtió en un ejército. Henry Knox, un modesto librero aficionado a leer libros de artillería, tuvo la idea de traer a Boston los cañones del fuerte Ticonderoga, que los americanos acababan de conquistar.
La tarea parecía imposible, pero Knox y sus ayudantes consiguieron arrastrar a través de las montañas aquellos cañones, que pesaban 60 toneladas, en lo más crudo del invierno.Llegados a Boston, los cañones resultarían decisivos.
Fueron emplazados en una sola noche sobre los Dorchester Heights, desde donde dominaban la ciudad haciéndola indefendible. El general Howe, comandante en jefe del ejército británico, se dio cuenta de su situación y envió un mensaje a Washington: si dejaba salir a sus tropas prometía no destruir la ciudad. El 17 de marzo de 1776 los ingleses abandonaban Boston, dando así a Washington y a los patriotas americanos su primera victoria.
Francia firmó un tratado de alianza con los rebeldes, con lo que, de hecho, reconocía su independencia
Cuando los ingleses dejaron Massachusetts, Washington supuso que intentarían ocupar Nueva York, por lo que se trasladó con su ejército a esta ciudad. Sin embargo, los británicos se presentaron ante Nueva York con fuerzas tan superiores que Washington creyó más prudente no presentar batalla y abandonar la plaza. En los meses siguientes se alternaron las victorias americanas –como en Trenton y Princeton– y las derrotas, como en Brandwine y Germantown.
La victoria definitiva
La batalla de Saratoga, en octubre de 1777 –en la que no participó Washington–, resultaría definitiva, tanto por la victoria americana como por una trascendental consecuencia diplomática, pues tras ella Francia firmó un tratado de alianza con los rebeldes, con lo que, de hecho, reconocía su independencia.
Poco después también España, aliada de Francia, se uniría a la lucha al lado de las colonias. Los americanos ya no estaban solos y además contaban con lo que hasta ahora no habían tenido: una marina, la francesa, que oponer a la poderosa flota británica.
A partir de este momento, las fuerzas quedaron equilibradas y los americanos pudieron aprovechar su mayor ventaja: la de conocer el terreno. En 1781, el grueso del ejército británico, movilizado por Cornwallis para someter a los estados del sur, se concentró en Yorktown. Una flota francesa lo bloqueó por mar, mientras Washington avanzaba para completar el cerco.
Tras un mes de asedio, el 19 de octubre de 1781 Cornwallis se veía obligado a capitular. Pocos meses después, el gobierno británico reconocía que había perdido la partida. La guerra había terminado y en enero de 1783 se firmaba el tratado de Versalles, por el que Inglaterra reconocía la independencia de las colonias.
La guerra de Independencia convirtió a Washington en el hombre más popular en las antiguas colonias. Un poeta americano lo presentaba como “el mejor y mayor hombre que el mundo ha conocido nunca” y añadía que, “si el mundo viviera en una era de idolatría, sería adorado como un dios”.
En el resto del mundo su fama no era menor. Thomas Jefferson, el autor de la Declaración de Independencia, contaba que durante su estancia en Europa en todas partes le preguntaban por él. El rey de España, Carlos III, se apresuró a enviarle dos asnos españoles de la mejor raza en cuanto se enteró de que estaba interesado en adquirir uno.
La fama de Washington se explica también por su actitud al término de la guerra. En vez de perpetuarse en el poder, entregó su bastón de mando y se retiró a su hacienda de Mount Vernon, convencido de que pasaría allí el resto de su vida gozando de su bien merecida celebridad. Sin embargo, su misión no había terminado. Unos años después sus compatriotas volvieron a recurrir a él, esta vez para salvar al país de la inestabilidad política.
El primer presidente de EE. UU.
Durante la guerra, los representantes de las colonias en el Segundo Congreso Continental aprobaron los Artículos de Confederación, por los que el Congreso se convertía en el gobierno del nuevo país independiente.
Sin embargo, este gobierno demostró ser insuficiente para asegurar la estabilidad política de la nueva nación. Como los americanos habían luchado por su independencia frente a un gobierno superior lejano que consideraban tiránico, no estaban dispuestos a aceptar otro gobierno superior que también podría oprimirles y que, además, estaba cerca.
Frente a esta actitud, algunos visionarios –Washington entre ellos– comprendieron que sin un gobierno central fuerte, las trece colonias irían cada una por su lado y nunca llegarían a constituir un Estado fuerte. Que este temor estaba justificado lo demuestra lo que ocurrió en América Latina pocos años después, cuando las antiguas colonias españolas, al declarar su independencia, no lograron unirse entre sí.
Como los americanos habían luchado por su independencia frente a un gobierno superior lejano que consideraban tiránico, no estaban dispuestos a aceptar otro gobierno superior
En 1787 se convocó una convención en Filadelfia para reformar los Artículos de Confederación. Washington asistió a ella y fue nombrado presidente. La convención, por influencia de Washington y de los federalistas –partidarios de sustituir la confederación por una federación de estados–, no se limitó a reformar los Artículos de Confederación, sino que elaboró un documento revolucionario: la primera Constitución de los tiempos modernos, republicana, federal, con separación de poderes, y que basaba su autoridad en el consentimiento de los ciudadanos.
Son principios que en la actualidad parecen normales, pero para un mundo dominado por monarcas absolutos que ocupaban el poder por mandato divino, el experimento de los americanos parecía inaudito y muchos creían que no podría funcionar.
La Constitución ponía el poder ejecutivo en manos de un presidente, elegido indirectamente por los ciudadanos de los diferentes estados. Todos sabían quién sería el primero en ocupar el puesto. En efecto, Washington fue elegido por unanimidad por los 69 electores de los estados y el 30 de abril de 1789 tomaba posesión de su cargo en Nueva York, designada como capital provisional de la nación.
En cambio era una incógnita cómo actuaría este primer presidente, porque no existía ningún modelo a seguir. Era el propio Washington el que debería establecer los precedentes que seguirían desde entonces todos sus sucesores.
El fracaso más rotundo de Washington como presidente fue su intento de resolver uno de los dos grandes problemas –junto a la esclavitud– que la revolución americana había dejado pendientes: la política hacia las tribus indias. Washington había tratado con ellas desde la guerra Franco-India, y las consideraba como naciones independientes y soberanas con las que el gobierno de los Estados Unidos podía firmar tratados de igual a igual. Aunque esta política de conciliación fue mantenida por sus inmediatos sucesores, a la larga la presión demográfica de los colonos europeos la hizo imposible.
El legado de Washington
En cambio, su visión de las relaciones de los Estados Unidos con Europa perduró en la cultura política norteamericana hasta mediados del siglo XX. Su planteamiento quedó recogido claramente en su “mensaje de despedida”, publicado en la prensa americana justo antes de abandonar al cargo presidencial.
Para Washington, Europa se enzarzaba en guerras que no interesaban a los americanos y lo mejor que éstos podían hacer era mantenerse al margen. El aislacionismo americano empezó con Washington y no acabó hasta la segunda guerra mundial, bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt.
Como el nombre tenía una connotación negativa prefirieron llamarse “republicanos” y más tarde, “demócratas”: son el Partido Demócrata de nuestros días
Como todos los revolucionarios, Washington odiaba las divisiones políticas y era enemigo de lo que hoy llamamos partidos políticos. Los principios revolucionarios, el “espíritu del 76”, deberían ser únicos y aceptados por todos. Pero, al inclinarse claramente por un poder federal fuerte, se enfrentó a los partidarios de la primacía de los estados.
Éstos, dirigidos por Thomas Jefferson, empezaron a organizarse dando origen a una facción política que pronto fue conocida como antifederalista, por oposición a los otros, que eran federalistas. Como el nombre tenía una connotación negativa prefirieron llamarse “republicanos” y más tarde, “demócratas”: son el Partido Demócrata de nuestros días, el partido político más antiguo de los que hoy existen. No puede decirse que Washington fuera el fundador de los partidos políticos –el mérito, si lo hay, es de Jefferson– pero fue el causante de que se crearan.
La herencia washingtoniana en el actual sistema de gobierno americano es enorme. Todo lo que hizo sentó precedente: la misma elección de la sede del gobierno federal de los Estados Unidos, la ciudad que lleva su nombre, fue decisión suya, aunque no llegó a verla acabada. Malas lenguas dicen que eligió aquel emplazamiento porque estaba cerca de su amado Mount Vernon.
Tras ser reelegido en 1793, de nuevo por unanimidad, Washington dejó la presidencia en 1797 para retirarse definitivamente a Mount Vernon. Esperaba encontrar allí la paz y la tranquilidad que la presidencia, especialmente en su segundo mandato, le había negado.
Pero su retiro duró poco tiempo: en diciembre de 1797, tras hacer una ronda a caballo por su hacienda en un frío día invernal, cogió un resfriado que enseguida se complicó con una infección en la laringe. Murió dos días después, a la edad de 67 años. Un contemporáneo hizo entonces de él un elogio fúnebre que ha pasado a la historia, al calificar a Washington como “el primero en la guerra, el primero en la paz, el primero en el corazón de sus conciudadanos”.