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La religión de los uruguayos

Autor: Andres Danza

Los uruguayos crecemos y vivimos entre una cantidad de tradiciones, leyendas históricas, algunas verdades sobre nuestra idiosincrasia y también otras que lo son a medias o que directamente son mentiras que nos creemos sin poner nunca en duda. Que somos un tanto grises, que somos democráticos, hospitalarios, familiares, amantes del fútbol, que nos tomamos todo con mucha calma, que no nos gusta nada muy estridente ni extremo, es mucho lo que se dice y también lo que se cree. Adentro y afuera.

Por eso no fue ninguna sorpresa que la última edición del Latinobarómetro revelara que los uruguayos somos los más ateos de toda América Latina. Esa condición de poco religiosos es algo que también todos conocemos, y más todavía en comparación con los demás pueblos vecinos. Quizá lo más novedoso fue el elevado porcentaje: 52% dice no creer en nada, según la encuesta realizada en 2024.

Para tener algún punto de comparación, el segundo país con más ateos es Chile con 37%, Argentina tiene 20%, Brasil 17%, Perú 9% y Paraguay, al final de la tabla, no cuenta con nadie dentro de su población que se declare no creyente. La peculiaridad del nuevo sondeo es que los no religiosos aumentaron en toda América Latina, aunque Uruguay sigue en el primer lugar, muy despegado del resto.

Al ateísmo se añade otra de las creencias generalizadas: los uruguayos somos personas pragmáticas, terrenales y no nos gusta endiosar ni demonizar a nadie. En eso, decimos, también nos diferenciamos con nuestros vecinos argentinos, que tienen esa costumbre de amar y odiar con pasión a sus personajes públicos. Aquí no. Aquí las personas son personas. Sin más. Y en eso hay muchos que responsabilizan al batllismo de principios del siglo XX y a la vieja creencia humanitaria, tan arraigada aquí, de que “nadies es más que nadies”.

Pero hay algo que no registran las encuestas ni que asumimos en público como otro rasgo típico, no necesariamente positivo. Aquí hay un dios en el que creen ciegamente muchísimas personas, probablemente un porcentaje mayoritario de la población: el Estado. La devoción que le tienen en Uruguay es lo más parecido a una fe religiosa.

Es más, hay toda una liturgia que se transmite generación tras generación alrededor del Estado. Está instalada la idea de que el Estado es algo muy superior a las individualidades, que no se puede explicar en función de las personas que lo administran, sino que está por encima, como una especie de ser superior con vida propia, que casi todo lo puede y lo ve.

No es algo compartido por absolutamente todos los uruguayos. Al igual que la religión, hay algunos que son detractores y otros que tienen el atrevimiento de cuestionarlo o poner en duda su omnipotencia, pero suelen quedar en minoría. En Uruguay manda el Estado. Iniciar una cruzada contra él es pasarse al lado de los minoritarios o los raros o los que siempre quedarán como algo anecdótico. Ganar unas elecciones con un discurso en contra del Estado es impensable.

Eso explica muchas cosas. Es ahí donde se encuentra el motivo de que sea el Banco República el que cuente con la mayor cantidad de clientes o el Banco Hipotecario el que haya financiado más viviendas o que cualquier intento para privatizar alguna empresa pública o sumar capital privado a un espacio ocupado mayoritariamente por el Estado sean tan difíciles de concretar o directamente fracasen.

También explica que uno de los políticos más liberales del Uruguay contemporáneo, como el actual presidente Luis Lacalle Pou, haya mostrado meses atrás una visión contrapuesta a su colega argentino, Javier Milei, al defender el rol del Estado en un discurso público en Buenos Aires. Lacalle Pou, antes de ser liberal, es muy uruguayo y entiende a la perfección el rol que ocupa el Estado en su país. Por eso también alguien como Milei, que asume al Estado como su principal enemigo, no es viable de este lado del Río de la Plata. Al menos por ahora.

Porque también esa excesiva devoción por ese dios con cuerpo de Estado tiene una cara negativa que puede llegar a cansar si no se corrige a tiempo. Como toda religión, tiene una parte muy irracional, que sirve para diluir las responsabilidades. El Estado también es utilizado para que nadie se haga cargo de nada, para que todo venga de algo supuestamente superior, que es imposible de controlar. Es como una fuerza que arrasa con las voluntades individuales, y eso puede terminar siendo una tranca para poder avanzar.

Así se justifican servicios ineficientes, soluciones que nunca llegan, dineros que se dilapidan y miles de funcionarios que trabajan poco y mal a costillas de otros que sí lo hacen bien. También inequidades arrastradas desde hace décadas que nadie se anima a tocar y muchas otras injusticias que van generando fastidio.

La culpa parece no ser de nadie. O, en último caso, de los gobernantes de turno o de la idiosincrasia uruguaya o de los políticos que no se atreven a tomar decisiones arriesgadas o de los sindicatos que trancan cualquier cambio posible. En la lista también se suman los que hablan de un Estado ineficiente, demasiado burocrático y extendido, pero como si fuera algo sobrenatural, que no responde ni es responsabilidad de las personas que lo administran.

Una buena forma de empezar a cambiar esa especie de fe religiosa estatal que aleja la sensatez de muchas cuestiones de la administración pública es que se empiecen a exigir resultados concretos a los jerarcas de turno. Que cada persona que asuma un lugar importante en la administración pública lo haga con determinadas metas preestablecidas, conocidas por toda la ciudadanía, y que después pueda haber una instancia para saber en cuánto y de qué forma cumplió con lo anunciado.

“Ya fracasamos todos en educación, ahora resolvamos juntos”, dijo a principios de enero a Búsqueda el futuro director nacional de la Administración Nacional de Educación Pública, Pablo Caggiani. Es una declaración destacable y realista. En educación fracasaron todos los partidos políticos que estuvieron en el gobierno desde la restauración democrática. Sería una buena cosa que lo asuman, que se pongan de acuerdo sobre algunas reformas básicas y que se establezcan como objetivo resultados concretos. Ese es un buen ejemplo.

Pero lo más importante es que no prevalezca el “todos” y el “quiénes” y que se empiece a pensar mucho más en el “qué”. Que esté claro hacia dónde se va en educación, seguridad, reforma estatal, comercio exterior y muchos otros temas relacionados con la administración estatal. Y que se hagan cargo los responsables, de una buena vez por todas. Sería una revolución. Muy necesaria, por cierto.

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