¿Quiere usted saber cómo será una sociedad postcristiana? Fácil: como España. El proceso que en Europa del norte llevó siglos en España o Irlanda ha llevado menos que la vida de una persona. En unas décadas no ha cambiado sólo la asistencia a Misa o el número de bautismos; han cambiado el ethos, y la antropología y el hombre. La erosión de la vigencia social del cristianismo ha erosionado también al hombre. No es lo mismo un gobierno laicista en una sociedad de bautizados (como Francia a fines del XIX) que un gobierno laicista en una sociedad anómica; sólo lo segundo será postcristiano o se le aproximará.
Incluso entre nosotros ha permeado ese deshumanismo; si bajan de 40-50 años, pocos católicos tienen una antropología católica porque el ethos que respiraron ya desde siempre fue otro. Y cuando los que no saben nada de los Diez Mandamientos ya son una cierta masa crítica, es imposible que ello no tenga ninguna consecuencia social. Hoy sigue habiendo católicos, y cada día mejores, pero el ecosistema, el aire que respiramos, es más adverso que el de san Pablo en el Areópago (basta releer ese episodio). El leitmotiv de la sinfonía no es cristiano ni tampoco muy humano. Y no faltan católicos que “compran” ese ethos general que es estatista-mundialista-
Pero, me dirá usted, ¿en qué se nota ese postcristianismo? En diversos rasgos muy visibles cuando el cristianismo deja de informar indirectamente la sociedad. Por ejemplo, ha disminuido nuestra capacidad de hacer juicios morales, salvo que los hagamos según un protocolo experto, o repitiendo lugares comunes, o acudiendo al paraguas relativista. La IA, los expertos, el legalismo y hasta los móviles han capitidisminuído al ser humano.
Al ir el cristianismo poniéndose tras el horizonte muchas actitudes sociales supuestamente universales, pero que realmente eran cristianas, se borran también. La sociedad española se ha vuelto más dura, más castigadora. La soledad ha aumentado y los suicidios ya no son noticia; su prevención se ha convertido en un trabajo profesional. España ha tenido históricamente muchos defectos, pero la inhumanidad no era uno de ellos y la soledad, tampoco.
También ha ganado aceptación la venganza. El tiempo ya no sana las heridas; las agranda. Los errores o injusticias cometidas en el pasado —políticas, tributarias, sexuales, de raza— nunca prescriben; al contrario, cada día se desentierra una. Al revés que san Agustín, quien hoy hace algo malo no puede redimirse; sólo puede pagarlo, lo que viene siendo la postura menos católica imaginable. Antes, nos llamaba la atención el justicierismo vengativo de en los westerns: el asesino siempre lo pagaba y el bueno terminaba matándolo, aunque con eso no resucitara a los asesinados. El Capitán Trueno no hacía así (sobre la dureza americana, ver película Hostiles, de 2017).
La caridad, lo más genuinamente cristiano, porque Deus caritas est, cede protagonismo a la genérica solidaridad.
A la gente le cuesta más perdonar. La tolerancia con las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos es poca; quizá porque en un mundo perfeccionista y sin pecado original, sea poca la tolerancia con todo lo que no vaya por el libro oficial. Pasar página es visto como una injusticia: “Que lo paguen”, “Que no se vayan de rositas”. Me apena ver católicos escandalizándose ante la posibilidad de perdones, amnistías o indultos.
Al disminuir la tolerancia, disminuye también la misericordia en la sociedad. La UE dejó Grecia como tierra quemada en la crisis del 2008. La tolerancia actual es para quien esté prevista, minorías identitarias o cierta clase de comportamientos, antes reprobables pero que ahora son derechos. Pero si la tolerancia es para lo ya previsto o para lo que tiene un status legal, ya no es tolerancia. Respiramos un ethos de justicierismo, legalismo y puritanismo, todo ello nuevo en España. (Paradoja: la anomia produce legalismo).
Tampoco anda bien de salud la muy cristiana filosofía providencialista: “Amanecerá Dios y medraremos” (Sancho Panza); “Malo será”, “Dios dirá”, “Dios está arriba”. La falta de providencialismo es causa y efecto de las vidas sin sentido, típicas de nuestra sociedad delirante. El pesimismo no cesa. Hay menos películas simples y de final feliz, el cual para un cristiano es de rigor (Tolkien).
La corrupción es ubicua y de importes cósmicos. No es una mordida a un poli mal pagado. En ningún régimen político anterior hubo la mitad de la corrupción actual. En 1978 se nos dijo que la vieja ética cristiana sobraría o se reduciría a lo privado, porque el constitucionalismo generaría su propia ética. A los hechos me remito.
Dejamos ahora de lado la ubicua pornografía: según un anuncio en un bus, el 90 % de los adolescentes la consume. Algo es algo: ya no parece liberadora ni democrática. Los ayer incendiarios quieren ahora ser bomberos; nunca es tarde.
Al final, tenemos otro ethos, otra sociedad, otro hombre que es “sin atributos” (Musil), “obsoleto” (Anders), “abolido” (Lewis), arrodillado ante un banco o ante la enésima directiva europea sobre coches. En la guerra civil española el ser humano era el mismo y estaba muy entero en ambas trincheras. Como en la primera guerra mundial, cuando ingleses y alemanes cantan juntos Heilige Nacht/Silent Night porque es Navidad.
Hoy, en las iglesias abiertas, entra gente sin el menor respeto. De entrada, no parece bien. Pero, muchas veces, también sin malicia. Y con gente sin malicia y sin los viejos prejuicios es más fácil que reviva la religiosidad. Además, como las personas sufren, porque se encuentran sin vínculos y sin raíces, buscan.
Las biblias vuelven a venderse, por lo visto.
Antonio-Carlos Pereira Menaut es profesor de Derecho y autor de La Sociedad del Delirio