Unos 239.000 inmigrantes entraron el año pasado de forma irregular en la UE, según las cifras de Frontex, lo que supone un 38% menos que en 2023 y el nivel más bajo desde 2021, cuando las migraciones se veían afectadas por la pandemia. La agencia que controla las fronteras exteriores de la Unión atribuye el desplome a la caída de las llegadas desde Túnez y Libia y a los Balcanes occidentales (fundamentalmente, Croacia y Hungría). Ambas compensan el crecimiento de la ruta a Canarias (casi 47.000 personas, un 18% más), que acaba de vivir otra tragedia con la muerte de al menos 50 migrantes en el naufragio de un cayuco. La ruta más transitada es ahora la del Mediterráneo oriental hacia Grecia (casi 70.000 personas, un 14% más).
Europa afronta un reto existencial cuyo desenlace dependerá de cómo aborde el desafío migratorio: mantener los valores democráticos que la conforman desde su fundación o ceder a la represiva agenda ultra, que gana partidarios en la Unión. La bajada de entradas irregulares muestra de nuevo que el alarmismo sobre la inmigración no se basa en datos reales, y que considerarla un problema para la UE es una suerte de profecía autocumplida aventada por el propio avance de la extrema derecha.
Giorgia Meloni, abanderada de un discurso de mano dura que lamentablemente va normalizándose, se ha apresurado a atribuir la caída al “gran trabajo” del Gobierno italiano. Parece olvidar que su propuesta de crear campos de deportación para migrantes en terceros países mientras se tramitan sus solicitudes de asilo es, además de ilegal e inhumana, un sonoro fracaso.
La colaboración con los países emisores o de tránsito es una pieza clave para ordenar los flujos migratorios, pero la UE debe mostrarse mucho más exigente con el uso que esos terceros Estados hacen de los fondos que reciben dentro de dichos acuerdos. Investigaciones de varios medios, entre ellos EL PAÍS, han revelado que Turquía, Marruecos, Túnez o Mauritania emplean el dinero de Bruselas para financiar políticas que violan los derechos de los migrantes.
Han pasado 13 meses desde que el Consejo de la UE y la Eurocámara aprobasen un ya de por sí restrictivo pacto migratorio y de asilo. Antes de que se haya desplegado del todo, parte de la Unión está poniendo en marcha una política de extranjería que desdeña no solo su enorme reto demográfico, sino también sus fundamentos como comunidad política y de derecho. La nueva Comisión de Ursula von der Leyen acaba de iniciar su mandato. Aunque las perspectivas son preocupantes —dados los pronunciamientos de Von der Leyen, comprensivos con los campos de deportación—, tiene tiempo para cambiar un discurso antiinmigrantes que no solo es falso sino escasamente práctico. La Europa actual nació y creció sobre el respeto a los derechos humanos. No puede ahora vender su alma a un relato xenófobo, desmentido por la realidad de los datos.