Es el título del interesantísimo libro que, aprovechando el tiempo extra que otorga el asueto navideño, acabo de finalizar hace escasos días. En él, con un lenguaje ameno que permite una ágil lectura, su autora, Catherine Nixey, periodista británica del The Economist y licenciada en Historia Clásica en Cambridge, analiza distintas fuentes para conocer de qué manera se trató y fue considerada en el mundo antiguo la figura del profeta Jesús y relata la historia de cómo el cristianismo oficial arrinconó si no persiguió otras manifestaciones igualmente cristianas de la época. Un amplio y bien documentado recorrido que con el subtítulo de Las vidas de Jesucristo y otros salvadores del mundo antiguo revela que solamente cuatro de muchos (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) fueron los Evangelios que han llegado hasta nosotros convertidos en dogmas, entendidas éstas como creencias y principios de carácter indiscutible, para los seguidores del cristianismo. Sin embargo, Nixey también explica que algunas representaciones tan populares en nuestros días, como la de la cueva de Belén en las que el niño-Dios aparece rodeado de animales (un buey y una mula) han sido incorporados en los escritos oficiales por influencia directa de textos que pasarían a ser llamados apócrifos (en griego clásico, ocultos) como el llamado Evangelio de la infancia de Santiago, que durante siglos se leía en las iglesias de Oriente en Navidad.
Pero si hay algo que me ha llamado poderosamente la atención en la obra ha sido la disección que la historiadora inglesa realiza sobre el concepto de herejía y su trayectoria histórica. En este análisis, la autora del también exitoso ensayo La Edad de la penumbra alude a la etimología del término griego haíresis (herejía) con su significado de “elección” u “opción” sin ninguna connotación negativa o, mejor dicho, con su consideración, tal como expuso el historiador Marcel Simon, de “algo legítimo y loable” digno de ser fomentado.
Sin embargo, a pesar de su original esencia positiva, Nixey expone cómo desde sus primeros tiempos y hasta siglos no tan lejanos, el poder cristiano arremetió contra las ideas heréticas tachando incluso a estás de ser auténticas “cizañas” y “malas hierbas” que atacaban la “verdadera cosecha” del cristianismo ortodoxo. La autora, a la que le resulta difícil imaginar una Europa sin herejías, nos traslada a la Antioquía (hoy Turquía) del siglo I dc donde el obispo Ignacio dijo que los herejes “brindan un veneno mortífero diluido en vino y miel”, nos relata que en la Roma de principios del siglo XIII el Papa Inocencio III abogaba por combatir contra los herejes cristianos albigenses con más fuerza que contra los sarracenos y narra como en pleno periodo renacentista (s.XVI ) los enviados del Vaticano que llegaron a la India obligaron bajo amenaza de excomunión a los cristianos de aquellos tierras a no utilizar el título de “patriarca de Babilonia” para su máxima distinción jerárquica.
Pero el fenómeno de la lucha del poder dominante contra las herejías o disidencias (disentir, discrepar) no es exclusivo del cristianismo ni siquiera de lo religioso, sino que adquiere especial relevancia en el mundo político, especialmente en el partidario, donde en numerosas ocasiones las discrepancias son vistas desde el prisma de la peligrosidad y no como palanca de avance o como legítimas variaciones de una misma idea.
Por poner un ejemplo relacionado con nuestro espacio socio-político más cercano, el nacionalismo vasco no ha sido ajeno a las tensiones heréticas a lo largo de su dilatada historia: a principios del siglo XX, en pleno proceso de dificultosa expansión abertzale por los territorios del euskera, un encarcelado Sabino Arana criticó durísimamente desde su purismo ideológico a su amigo el donostiarra Engracio Aranzadi (“es usted una calamidad. Si yo hubiera pensado como usted, hoy no existiría el nacionalismo”) por incidir en la vía del afianzamiento del PNV a través del acercamiento con Rafael Picavea, empresario guipuzcoano liberal y monárquico alfonsino. Posteriormente, en los años treinta del pasado siglo, algunos sectores de la formación jeltzale tampoco vieron con buenos ojos que la nueva generación de líderes encabezada por José Antonio Agirre apostara por la total separación de planos políticos y religiosos, en contra de la doctrina sabiniana clásica de subordinación total de lo político a lo religioso. Y finalmente, en 1977, la autodefinición de esta fuerza política en su Asamblea Nacional de Iruñea como partido aconfesional, –en consonancia con los postulados de la “nueva cristiandad” propugnada por el filósofo francés Jacques Maritain– generó dudas o sospechas de desviacionismo ideológico hasta el punto de que Juan Ajuriaguerra tuvo que enviar a Xabier Arzalluz como negociador de un texto final que contentase a los sectores más ortodoxos (reconocimiento de la inspiración cristiana del partido).
A nadie se le escapa que aquellas decisiones heréticas, en mayor o menor medida, contribuyeron a conformar las señas de identidad del PNV moderno (gradualismo, posibilismo en el tiempo histórico, pactismo, interclasismo, penetración social) transformándose así en las posiciones oficiales y haciendo buena la cita de que “lo que hoy es una herejía se suele convertir en la ortodoxia del mañana”.
Aludiendo al tema y afirmando el carácter vivificador y dinamizador que muchas de las nuevas ideas o elecciones tienen, el hispanista británico-maltés Gerald Brenan, autor del magnífico ensayo titulado El laberinto español, sobre el contexto previo que dio origen a la guerra civil española, ya indicó en una memorable frase, que bien pudiera referirse a las ideologías políticas, que “las religiones permanecen vivas gracias a las herejías, que son repentinas explosiones de fe. Las religiones muertas no las producen”.
Como señala Catherine Nixey, la Historia es un claro ejemplo de que la ortodoxia no siempre es certeza y de ello es claro recordatorio la condena de la Iglesia por hereje a Galileo Galilei tras afirmar que la tierra orbita en torno al sol frente al geocentrismo oficial del catolicismo. En aquella ocasión, la herejía heliocéntrica se presentó como verdad descarnada, desnuda e inapelable que removió conciencias e impuso una nueva visión del mundo.
Por ello, sería bueno rescatar en el plano político democrático, y para no aplicarla nunca, esta frase del abertzale navarro Manuel Irujo Ollo sobre la estéril propensión de los partidos a las disputas baladíes con sus nefastas consecuencias: “antes se persigue al hereje que al enemigo”.
El autor es doctor en Historia Contemporánea