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El Imperio ha cambiado de religión oficial y ahora viene a evangelizar las provincias

Autor: Angel Villarino

La transformación de las élites que convulsiona a Estados Unidos, unida a las dos guerras en curso (Ucrania e Israel), hacen que el presente se viva con ansiedad en buena parte de Europa. Y eso nos empuja a revolver el pasado. Solemos acudir a los traumas que tenemos más a mano, casi siempre a los años 30 y las guerras mundiales. El escritor italiano de origen hebreo, Siegmund Ginzberg, ha documentado el temor en un libro, Sindrome 1933, en el que establece un juego de espejos entre nuestras democracias y la República de Weimar. Al historiador australiano Christopher Clark, el clima le recuerda al que precedió a la Primera Guerra Mundial y así lo argumenta en Sonámbulos.

Poco a poco se abren paso otras analogías menos violentas, como las que nos sitúan al inicio de un ciclo ideológico largo que puede marcar a varias generaciones. Por ejemplo, el que empezó tras la Segunda Guerra Mundial o, más recientemente, tras la llegada al poder de Ronald Reagan. Podríamos irnos incluso más lejos, hasta el Edicto de Milán y el siglo IV, cuando el emperador Constantino decidió abrazar gradualmente el cristianismo. Cuarenta años después de su muerte, en el 380, Teodosio lo convirtió en religión oficial del Imperio, concluyendo el proceso de transformación que abrió un nuevo ciclo histórico.

El poder abrazó una manera de ver el mundo que antes había censurado y perseguido. Se impusieron ideas que hasta entonces solo defendían predicadores de dudosa reputación, y los sacerdotes cristianos pasaron de esconderse en catacumbas a coronar a emperadores en templos financiados por nobles y reyes. Todo lo detestable se hizo deseable. Y al contrario. El mismo Imperio que había extendido su influencia por medio mundo, que había romanizado a pueblos y naciones llevando sus instituciones, sus leyes y hasta sus costumbres, fue el mismo que catalizó la transformación cultural que supuso el cristianismo.

Igual que en los libros de Ginzberg y Clark, la música de la analogía suena bien, sin que eso quiera decir que tenga que ser cierta. La primera potencia mundial estaría abrazando una religión nueva y sus apóstoles estarían propagándola por el mundo. Sirviéndose, además, de milagros tecnológicos que no existían hace unas décadas. El video en el que Mark Zuckeberg destroza las normas de moderación que él mismo había impuesto parece una escena de la Revolución Cultural China. Puede interpretarse como la declaración de un rehén que tiene una pistola en la cabeza, como el testimonio de un apóstata, o como una mezcla de ambas cosas.

Foto: Donald Trump es el ganador de las elecciones de EEUU. (Reuters/Brian Snyder)

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La propia epifanía de Elon Musk, que hasta 2022 se presentaba como un simpatizante del Partido Demócrata, ruge con la furia del converso. El viernes, Peter Thiel sostenía en Financial Times que Trump podría sacar a la luz los secretos más ocultos del Estado, archivos repletos de escándalos con los que destruir y enterrar la legitimidad de todo lo que vino antes.

Todo esto ha sucedido poco a poco, y luego de golpe. En el primer mandato de Trump, la alternativa no estaba clara, ni los peones alineados. Se producían forcejeos y había demasiada gente del viejo orden en la Corte. Ahora el descontento ya ha cobrado forma, un poder que se materializa por ejemplo en la cola que se ha formado ante la residencia de Trump en Mar-a-Lago para jurar lealtad. La transformación está alcanzando incluso las ruinas del viejo orden, empezando por los medios de comunicación que arbitraron el sistema durante tantos años.

Foto: Elon Musk. (Reuters/Benoit Tessier) Opinión

El Washington Post, propiedad de Jeff Bezos, todavía no ha hecho reformas en su frontispicio (sigue poniendo eso de “la democracia muere en la oscuridad” que se usó para atacar a Trump), pero censura viñetas críticas y comportamientos que llevaba años fomentando. Estamos hablando de un medio cuyo exdirector, Martin Baron, tuvo que librar un pulso con un grupo de jóvenes redactores para evitar que lanzasen sus fatuas woke en redes sociales. Cambiarlo sería como convertir un viejo templo romano en una iglesia, o transformar una iglesia en una mezquita. Hace falta más que pintura.

Allí donde la metamorfosis está más avanzada, las criaturas han salido del cascarón. Y resultan irreconocibles. Algunos comentaristas de la Fox parecen estar hablando en la televisión rusa. Refiriéndose a Canadá, Jesse Watters dijo el otro día lo siguiente: “El hecho de que ellos no quieran (convertirse en un estado de EEUU) hace que me guste todavía más la idea de invadirlos. Quiero dar rienda suelta a mi sed imperialista”.

Todas las nuevas religiones reinterpretan ideas de las antiguas, las mezclan con otros dogmas, e incorporan novedades. Por ejemplo, las intenciones expresadas por Donald Trump (reclamar Groenlandia, Panamá y Canadá) recuerdan al Imperialismo estadounidense del siglo XIX, pero aún más a la anexión de Ucrania. Vienen a constatar, y así lo ha entendido, por ejemplo, Erdoğan en sus ambiciones sobre el Kurdistán, que una potencia lo es en la medida en que ejerce su poder. Si una gran potencia necesita algo que no ambiciona demasiado otra gran potencia, tiene el derecho, incluso la obligación, de alargar la mano para cogerlo. Está firmada el acta de defunción de las viejas relaciones internacionales, de sus instituciones, sus tratados, sus garantías, incluso sus formas. La maquinaria militar, cultural y diplomática estadounidense promueve ahora un tipo de orden internacional que combatió con ahínco en el pasado. ¿Qué clase de alianza militar es la OTAN cuando sus miembros se amenazan entre ellos?

Elon Musk es uno de los apóstoles más activos de esta nueva religión. Le mueven, es evidente, intereses económicos y pulsiones personales. Pero no lo explican todo. Tan interesante es analizar lo que tuitea como lo que calla. Dedica su energía a condenar la “tiranía” de Starmer en Reino Unido y la de Scholz en Alemania, pero no dice nada malo, por ejemplo, de China o de Rusia, dictaduras donde ocurren cosas inimaginables en una democracia liberal. En el viejo mundo esto sería una incoherencia, pero la nueva religión propone lógicas distintas. Es conocida la sintonía de Musk con Vladímir Putin y se ha escrito mucho sobre sus “conversaciones frecuentes”. La coherencia ya no es una aspiración, ni siquiera hay que esforzarse por aparentarla.

Foto: Fotografía de archivo de Elon Musk y Donald Trump en Brownsville, Texas. (Reuters/Brandon Bell)

Algo parecido le ocurre al propietario de Tesla con la élite política china, con los mismos dirigentes comunistas que prohibieron las redes sociales occidentales hace mucho tiempo y donde la libertad de expresión ni siquiera se considera una aspiración legítima. Allí, Musk mantiene inversiones millonarias, gigafactorías de Tesla, y unas relaciones excelentes con el establishment. Es tentador, incluso tranquilizador, pensar que solo es un magnate defendiendo sus intereses, como toda la vida. Pero ese tipo de razonamientos encajaban en el mundo de ayer. Quizá han quedado tan obsoletos como un Nokia 3210.

La transformación de las élites que convulsiona a Estados Unidos, unida a las dos guerras en curso (Ucrania e Israel), hacen que el presente se viva con ansiedad en buena parte de Europa. Y eso nos empuja a revolver el pasado. Solemos acudir a los traumas que tenemos más a mano, casi siempre a los años 30 y las guerras mundiales. El escritor italiano de origen hebreo, Siegmund Ginzberg, ha documentado el temor en un libro, Sindrome 1933, en el que establece un juego de espejos entre nuestras democracias y la República de Weimar. Al historiador australiano Christopher Clark, el clima le recuerda al que precedió a la Primera Guerra Mundial y así lo argumenta en Sonámbulos.

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