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Ensayo invitado
Por Peter Kalmus
Kalmus es un científico del clima en Chapel Hill, Carolina del Norte, que estudia el impacto del calor extremo sobre la salud humana y los ecosistemas.
Estoy totalmente devastado por los incendios en Los Ángeles, conmocionado, con rabia y dolor. La comunidad de Altadena, cerca de Pasadena, donde el incendio de Eaton ha dañado o destruido al menos 5000 estructuras, fue mi hogar por 14 años.
Me mudé con mi familia hace dos años porque, a medida que el clima de California se volvía más seco, caluroso y abrasador, temía que nuestro vecindario ardiera. Pero ni siquiera yo pensaba que unos incendios de esta escala y gravedad arrasarían tan pronto este y otros grandes barrios de la ciudad. Y, sin embargo, las imágenes de Altadena de esta semana muestran un paisaje infernal, como sacado de La parábola del sembrador, la asombrosamente premonitoria novela climática de Octavia Butler.
Una lección que el cambio climático nos enseña una y otra vez es que las cosas malas pueden ocurrir antes de lo previsto. Las predicciones de los modelos sobre los impactos climáticos han tendido a estar sesgadas de forma optimista. Pero ahora, desafortunadamente, el calentamiento se está acelerando, superando las expectativas de los científicos.
Debemos afrontar el hecho de que nadie va a venir a salvarnos, sobre todo en lugares propensos a las catástrofes como Los Ángeles, donde el riesgo de incendios forestales catastróficos es evidente desde hace años. Y muchos de nosotros nos enfrentamos a una elección real: quedarnos o marcharnos. Yo elegí marcharme.
A menudo llamada el “secreto mejor guardado” de Los Ángeles, Altadena es una aldea peculiar enclavada en las estribaciones de la montaña, oculta de los embotellamientos de tráfico de la ciudad, donde todo el mundo parecía conocer a todo el mundo. Llegué con mi familia en 2008 para empezar un posdoctorado en astrofísica. Parecía que habíamos aterrizado en el paraíso: guacamole ilimitado de un enorme aguacatero en nuestro patio trasero; bandadas de loros verdes que parloteaban sobre nuestras cabezas; el césped perfecto de Caltech en Pasadena para tumbarme con mis hijos, incluso en enero.
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