El fenómeno de Donald Trump no es una novedad radical en la tradición política de Estados Unidos sino más bien la más reciente expresión de los varios momentos populistas que ha vivido el país en sus casi dos siglos y medio de historia. En este tiempo, el régimen constitucional-liberal estadounidense ha sobrevivido a los embates populistas. No hay razón para concluir de manera categórica que con Trump será distinto.
Desde sus comienzos como república independiente, el sistema institucional de Estados Unidos —el gobierno representativo fundamentado en el imperio de la ley, los derechos inalienables, la separación de poderes y los pesos y contrapesos— ha sufrido tensiones populistas recurrentes, incluso en la propia presidencia. En muchos temas como inmigración, aranceles proteccionistas o el ataque a las instituciones y al poder establecido, salvando los inevitables matices propios de cada contexto histórico, varios de estos episodios coinciden esencial o tangencialmente con el mensaje trumpista.
A principios del siglo XIX, Andrew Jackson se convirtió en el primer gran populista en llegar a presidente con un mensaje antisistema. Unos años después, el nacionalista American Party irrumpió brevemente como el tercer partido más exitoso de la historia hasta entonces, denostando a unas élites que habían permitido maliciosamente, según ellos, la entrada de millones de inmigrantes católicos irlandeses en conspiración con el papa de Roma. El partido agrarista protagonizó en la década de 1890, bajo el liderazgo mesiánico de William Jennings Bryan, otro de los movimientos populistas más trascendentes de la historia de Estados Unidos, pidiendo en Washington con mensajes simplistas la emisión indiscriminada de plata para abaratar el crédito y el dinero sin preocuparse por el efecto hiperinflacionario.
A la vuelta del siglo, el presidente Theodore Roosevelt, un multimillonario ultranacionalista, xenófobo y bravucón, muy al estilo de Trump, se apoyó en las masas obreras y campesinas para intentar perpetuarse con un discurso pseudorreligioso y nativista. Durante las dos llamadas «amenazas rojas» tras las dos grandes guerras, sectores de los gobiernos de Wilson y Eisenhower adoptaron políticas populistas que suspendieron libertades, atacaron a la judicatura independiente y minaron gravemente el Estado de derecho. Y quizás el antecedente inmediato de Trump: el populista y populachero Ross Perot, el magnate texano que obtuvo en 1992 el mejor resultado en el voto popular de un tercer candidato desde Roosevelt en 1912 con un discurso muy similar al de Trump en contra de la migración, el libre comercio y las élites de Washington. Un éxito que confirmaba que a pesar del derrumbe de la Unión Soviética, temblores profundos estaban ocurriendo bajo la aparente apacibilidad del sistema político estadounidense.
No es casualidad que Jackson, el American Party, Roosevelt y Perot sean para Trump referentes históricos y políticos públicos y declarados. De Jackson, Trump llegó a decir en 2017: «Fue el presidente del pueblo… su victoria sacudió al establishment como un terremoto». Estaba hablando de sí mismo. Trump no surge de la nada.
Por supuesto, no sería sensato restar importancia histórica a la amenaza trumpista —quizás nadie ha ido tan lejos como él en la deriva populista. Trump se convertirá el 20 de enero, cuando tome posesión para un segundo mandato, en el primer presidente en el cargo condenado y con varias causas penales en curso. El ataque de sus seguidores al Capitolio en protesta por un supuesto infundado fraude electoral, aunque sin consecuencias constitucionales, no tiene precedentes históricos (la quema del Capitolio y la Casa Blanca en 1812 fue perpetrada por una potencia extranjera en una breve guerra). De la misma manera, sin embargo, tampoco puede negarse que Estados Unidos ha estado infectado por el virus populista anteriormente, y que su régimen constitucional ha resistido incólume, a veces incluso saliendo fortalecido.
Pero, ¿qué es el populismo? ¿A qué amenaza nos referimos aquí cuando hablamos de populismo o nacional-populismo? Se trata de un movimiento político de carácter nacionalista, generalmente dirigido o azuzado por un caudillo carismático, que divide a la sociedad en dos bloques antagónicos y enemigos: una élite corrupta y sinvergüenza y el pueblo bueno y honesto, irresponsable y en todo caso víctima, al que le han robado la soberanía. En esa lucha cuasibíblica entre el bien y el mal, el caudillo se presenta a sí mismo como el hombre providencial, el salvapatrias que devolverá la soberanía perdida al pueblo, y cual mesías lo llevara a la tierra prometida. En el camino, asoman el abuso de poder, la perpetuación en el cargo y las restricciones de las libertades del rival o del diferente, justificadas como necesidades históricas para completar la tarea. Los populistas pueden ser de derechas o de izquierdas por sus políticas concretas, pueden por un tiempo lograr beneficios notables para las clases bajas o desfavorecidas, pero es esta concepción religiosa de la política, de la sociedad, del mundo, lo que los define.
El populismo tiene consecuencias potencialmente devastadoras para un régimen constitucional. Para el populista, las instituciones, particularmente el principal contrapeso de tales regímenes, la judicatura, son una pura simulación al servicio de los poderosos que hay que derribar. Las elecciones son farsas dirigidas por potentados. La ley es una construcción del poder establecido para mantener sus privilegios. Se gobierna desde la confrontación con el mal, no desde el consenso. Los rivales políticos son vistos como traidores, no como conciudadanos con legítimas opiniones propias. Se dan soluciones simplistas a problemas complejos para contentar siempre a las masas. En definitiva, se erosionan y destruyen la ley y las instituciones, los pesos y contrapesos, se concentra el poder y se divide a la población en bandos irreconciliables. Puro veneno para la convivencia cuyo discurso resulta atractivo de tiempo en tiempo entre grandes estratos de la población, y a veces comprensiblemente, cuando el régimen establecido no da resultados tangibles para el común de los ciudadanos y el hartazgo se impone a la fría racionalidad.
Aunque no el primero, Trump representa el último momento populista de Estados Unidos. El éxito político de Trump se explica esencialmente porque él encarna para sus votantes —unos 77 millones en la elección del pasado noviembre, un 23 % más que en su primera victoria en 2016— por un lado, la revuelta del hombre corriente contra una cúpula política y económica percibida como corrupta y depredadora y como traidora al pueblo, y por otro, la contrarreacción conservadora frente a los grandes fenómenos disruptivos de nuestro tiempo: la globalización y el libre comercio en lo económico, la inmigración irregular masiva en lo social, y en lo cultural, el nuevo empuje del feminismo y de los derechos sexuales de homosexuales, lesbianas y transexuales, el ecologismo, el enorme avance científico que paradójicamente ha revitalizado el sentimiento religioso y el revisionismo histórico impulsado por grupos progresistas que ven, en el caso de Estados Unidos, el comienzo de la nación en la llegada al continente de los primeros esclavos negros, y no de los primeros colonos puritanos provenientes de Inglaterra. Trump es multimillonario y claramente parte de la élite, pero la percepción entre sus votantes es que él lucha por ellos y que precisamente por ser un exitoso empresario puede lograr cambiar el statu quo. Si es a costa de las leyes y de las instituciones, poco parece importar.
Todos estos cambios sociales, económicos y culturales que se han vivido en los últimos años con especial intensidad en las democracias liberales occidentales, acelerados en gran medida por la revolución de las comunicaciones, explican la reacción airada que representa Trump. Lo mismo o en muy parecidos términos puede hablarse de los populismos de derecha que campan actualmente en Alemania, Francia y otros países europeos. Todos en gran sintonía temática y retórica con Trump, hasta el punto de que el nuevo presidente de Estados Unidos se ha convertido abiertamente en el mentor político de todos ellos.
El origen inmediato del populismo trumpista hay que buscarlo en la gran transformación cultural, social y económica de los años sesenta. Durante esta década prodigiosa, se prohibió la segregación racial legal en el sur de Estados Unidos y se dio el derecho de voto a los negros y otras minorías raciales. Comienza la lucha feminista y por los derechos de las minorías sexuales. El ecologismo se empieza a convertir en fuerza electoral. La apertura de las economías occidentales se acelera, preparando el terreno para la hegemonía del libre comercio, ya sin rival externo alguno, durante los años noventa.
Los cambios sísmicos de aquellos años parieron un nuevo conservadurismo antisistema de aquellos que sentían que estaban perdiendo su posición privilegiada. El hombre blanco de clase media-baja, empleado en la industria local —el perfil principal del votante de Trump— empezaba a verse atacado en todos los frentes por los nuevos tiempos. Surgió un espacio electoral que encontró su eco natural: primero Barry Goldwater, el padre ideológico de un nuevo conservadurismo libertario, en 1964, luego políticos ultraconservadores de la órbita de Ronald Reagan, Newt Gingrich y compañía en los 90, el Tea Party en la era Obama y finalmente, Trump.
Pero no era una historia totalmente nueva. Justo doscientos años antes de la segunda elección de Trump, en 1824, Andrew Jackson se negó a aceptar los resultados de una controvertida elección presidencial sin resultado concluyente. La Cámara de Representantes de Estados Unidos legítima y legalmente eligió al rival de Jackson para presidente, pero Jackson denunció fraude. Un grupo de aristócratas corruptos y egoístas le habían robado la presidencia, sostuvo. Era un hombre intemperante y visceral que no olvidaba las afrentas y mantenía siempre vivos los odios. Veía a las élites del este como verdaderos enemigos, y nunca perdonaría.
Cuando en 1828 llegó al fin a la Casa Blanca, tras una campaña de cuatro años fundada en la polarización y el conflicto, tendió a ver con recelo a los otros poderes y los pesos y contrapesos entre ellos. Ignoró al parlamento frecuentemente. A los jueces, los atacó con resentimiento. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dirigido por John Marshall contradijo a Jackson en una decisión importante de su gobierno, se le atribuye al presidente haber dicho: «John Marshall ha tomado su decisión, ahora que sea él quien la aplique». Cuando otros jueces inferiores tomaron también decisiones contra su gobierno, las ignoró.
Pero quizás fue su guerra contra el segundo banco central de Estados Unidos lo que le permitió explotar mejor su política de instintos bajos y verdades a medias. El banco central permitía controlar la base monetaria y aumentar el crédito y el desarrollo industrial, y había estado gestionado con profesionalidad. Jackson lo convirtió en uno de los objetivos centrales de su campaña, pintando al banco frente a las masas como un instrumento de los «ricos y poderosos» para beneficiar sus propios intereses y robar al pueblo. El banco efectivamente desapareció, contribuyendo a un desbarajuste monetario que agravaría las crisis financieras de 1837 y 1873. Cuando Jackson dejó la presidencia, sus opositores le llamaban significativamente «el rey Andrew el Primero».
En su defensa, como figura compleja y poliédrica que es, Jackson fue un firme defensor de la Unión frente a las primeras escaramuzas secesionistas en el sur esclavista. Tras sus tensiones con Marshall, acabó cumpliendo y haciendo cumplir varias decisiones cruciales del Tribunal Supremo. Y tuvo una aportación decisiva en la formación del Partido Demócrata, uno de los puntales institucionales de Estados Unidos.
Las similitudes de Trump con el otro gran presidente populista de la historia de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, también son notables. En su discurso La vida vigorosa, dado en Chicago en 1899, Roosevelt declaraba: «¿Quién entre ustedes enseñaría a sus hijos que la comodidad, que la paz, deben ser una aspiración en sus vidas, el objetivo final por el que deben luchar? Ustedes, hombres de Chicago, han hecho grande a esta ciudad, ustedes, hombres de Illinois, han hecho su parte, y más que su parte, para hacer grande a América porque ni practican ni predican tal doctrina». Y luego: «El hombre debe estar contento haciendo trabajos de hombre; atreverse, aguantar y trabajar duro para mantenerse a sí mismo y a quienes dependen de él. La mujer debe ser el ama de casa, la ayudante del jefe del hogar, la madre sabia y valiente de muchos hijos sanos». Y más adelante: «La primera y más importante tarea por delante es establecer la supremacía de nuestra bandera… la debilidad es el mayor de los crímenes». Son palabras que hoy podrían ser dichas por Donald Trump.
En su machismo, su ultranacionalismo y su xenofobia, Roosevelt no solo reflejaba sentimientos ampliamente extendidos en la época. Era una política deliberada y consciente. Junto con Trump el otro único presidente nacido en la ciudad de Nueva York, Roosevelt hizo del oportunismo una obra maestra política. Heredero de una gran fortuna de una familia de clase alta, explotó hábilmente el resentimiento popular contra las élites políticas y económicas. Se presentó a sí mismo como un campeón del ecologismo al tiempo que se iba de safari en África a cazar elefantes. Hizo del insulto y la calumnia contra jueces y periodistas críticos una práctica habitual. Aplicó la fuerza y la brutalidad de la ley de la jungla con América Latina, a la que despreciaba profundamente.
En 1912, ya como expresidente, tras su regreso a Estados Unidos de una expedición africana, Roosevelt decidió presentarse de nuevo a la presidencia en lo que habría sido de facto su tercer mandato, rompiendo la costumbre establecida por Washington. Los republicanos rechazaron su candidatura, y él se negó a aceptar los resultados. Acusó a las elites políticas de fraude y fundó su propio movimiento. En un par de explosivos discursos el verano de ese año, estableció con claridad lo que estaba en juego: «Estamos en el Armagedón, y luchamos por el Señor». Roosevelt se veía a sí mismo como el jefe de los ejércitos del bien frente al mal absoluto que representaban sus enemigos. Una lucha final en la que solo podía triunfar el pueblo bajo el liderazgo de un nuevo Jesús. Los enardecidos seguidores de Roosevelt a su vez rabiaban de satisfacción, convertidos en la infantería necesaria para la batalla final. El resultado fue más prosaico: Roosevelt quedó en segundo lugar en las elecciones de noviembre de 1912, y debilitado físicamente, moriría pocos años después. Dios había sido derrotado.
Ni Jackson ni Roosevelt subvirtieron el orden constitucional. ¿Podrá hacerlo Trump? Esa es la pregunta, y la duda decisiva, para el futuro no solo de Estados Unidos sino también del mundo liberal. El sistema constitucional estadounidense está tan bien diseñado que no es fácil para un caudillo hacerse con el poder absoluto. Trump ha dicho que no habrá un potencial tercer mandato, como prohíbe la vigésimo segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Aunque nada es seguro viniendo de su boca, sería muy difícil para él incumplir su palabra por las salvaguardas del sistema legal estadounidense. Para reformar la Constitución, necesitaría el apoyo de dos tercios de ambas cámaras del Congreso, o dos tercios de los estados, y luego la ratificación por parte de tres cuartos de las legislaturas o convenciones estatales (algo muy improbable dado que los demócratas controlan casi la mitad del Congreso y de los estados). En última instancia, podría dar un autogolpe con el ejército —algo, eso sí, sin precedentes históricos—.
Si Trump se va en 2028 según lo previsto, el régimen constitucional de Estados Unidos habrá sobrevivido una vez más a los peligros del populismo, dando la razón a los que ven en el sistema de contrapesos de Estados Unidos el más perfecto mecanismo político que ha creado la humanidad para evitar el abuso de poder y el autoritarismo arbitrario de los tiranos.