Eso que todavía llamamos Occidente, aunque solo por inercia, no es otra cosa que una palabra cada vez más huérfana de significado, la que sirve para designar a aquellas regiones del planeta que a lo largo de dos mil años habían desarrollado valores y formas de vida colectiva directamente inspirados por el cristianismo, una doctrina cuyos pilares básicos fueron sistematizados por Pablo de Tarso bajo la premisa axiomática de que un judío ejecutado por las tropas de ocupación europeas y a quien él nunca había conocido en vida, cierto Jesús, era el hijo de Dios. Para bien y para mal, Occidente fue eso mientras el cristianismo existió en tanto que marco moral capaz de establecer sus principios como pauta de conducta a seguir por el conjunto de la población.
Pero el cristianismo, en su dimensión de canon que fija el sistema de normas que dotan de orden y sentido a la existencia humana, fue oficialmente cancelado en el grueso de Occidente, y de modo definitivo, allá a principios del siglo XXI. Así, mientras el rincón oriental de Europa recuperaban con fervor las viejas tradiciones cristianas, ya fuese en su variante católica o en la ortodoxa —he ahí los ejemplos de la Federación Rusa y Polonia—, la otra Europa se esfuerza ahora por limpiar hasta la menor rémora de presencia cristiana el espacio público.
Todo sea por no incomodar con esa memoria colectiva vergonzante a los musulmanes recién llegados o a las identidades lgtbiq+ que consideran aberrante el principio de que la figura del matrimonio consiste en la unión de un hombre y de una mujer para dar lugar a una familia. Bajo la inspiración genérica de los grandes principios del cristianismo, también nosotros, los ateos, pudimos desarrollar la vida en el molde de sociedades éticamente estructuradas y culturalmente cohesionadas, entornos donde la anomia y el individualismo nihilista apenas constituían perturbadoras presencias marginales. Pero ese era el mundo de ayer. Descristianizar Occidente, y no hablo de criaturas celestiales sino de cánones milenarios compartidos, nos está abocando a la autodestrucción en tanto que comunidad cultural. Feliz Navidad (con perdón).