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Sigo la invitación de este diario sobre identificar alguna ideología, partido político o persona con la cual yo haya sido crítica y radicalmente opuesta, y reconocerle valores posteriormente. Pienso y pienso y, si quiero ser honesta conmigo, tengo que reconocer que mi mayor enemigo fue el Dios católico y su religión. Suena fuerte, pero fue tangible y real. Lo sentí en carne propia. En los años setenta, al separarme de mi primer marido y existiendo el Concordato, con cuatro hijos, el arzobispo de Cali, en ese entonces Monseñor Alberto Uribe Urdaneta, en una audiencia en el Palacio Arzobispal, me leyó su sentencia. Los dos niños (de seis años y mellizos) se quedarían con su padre, y las dos niñas (de año y medio y seis meses) se quedarían conmigo. Punto final. En nombre de Dios. Posteriormente, cuando me fui a vivir a Quito con mi segunda pareja, el mismo arzobispo ordenó predicar en los púlpitos que yo estaba excomulgada y fuera de la religión.
Años después, cuando reconocí mi adicción al alcohol y la cocaína en Fort Lauderdale, una tía me consiguió el mejor terapeuta: un sacerdote católico alcohólico, especializado en psicología de adictos. Me consiguió la primera cita, y una mañana un taxi me llevó a su casa. Un irlandés, flaco como un junco, de ojos azul claro y cabello de canario, me recibió con un abrazo. Inició la conversación y le dije tajantemente que odiaba a Dios y a los curas, y que no entendía por qué a mi tía se le había ocurrido que él fuera mi terapeuta. Otra maldición. Sonrió y me sugirió que le escribiera a ese Dios una carta diciéndole por qué lo odiaba a él y a sus curas ensotanados. Esa noche empecé la carta: cuarenta páginas de blasfemias, ira contenida durante tantos años fluyendo a borbotones, hemorragia nasal y escalofríos. Yo misma no podía creer lo que tenía dentro. Estalló la bomba.
Al día siguiente se la leí. Sus ojos húmedos, me tomó de la mano y me fue enseñando el camino de la espiritualidad, poco a poco. Volví a conectarme con la esperanza, la ternura, la alegría, y se fue disipando el rencor. Encontré un Poder Superior amoroso y me enamoré de la vida de Jesús, sus mensajes de igualdad, amor, perdón, honestidad. Con ellos sigo de la mano. Son los pilotos de mi vida, que era ingobernable. Ellos, por hoy, son mis guías.
Me alejé de los rituales católicos; no creo en muchos de ellos. Pocos sacerdotes son amigos del alma. Aprendí. Aprendí a soltar rabias y perdonar (aunque a veces resucitan resentimientos). Re-sentir: volver a sentir esas agujas que chuzan, pero no les doy cuerda. Vivo en paz. Vivo el día. Trato de seguir principios de honestidad y servicio, de dar y recibir amor. Solo por hoy. Gracias, Eduardo Lynch: lograste lo impensable. Tu memoria la llevo grabada en mi corazón.