—Hoy he caminado entre ellos, Padre, recordándoles tu amor. Gracias por haberme enviado al mundo, por darme la oportunidad de estar cerca de ellos una vez más
Se encontró con una comunidad que celebraba la Misa del Día de Navidad. Se sentó entre ellos, cantó los villancicos y rezó con devoción. Nadie parecía darse cuenta de quién era realmente, pero su presencia llenó el lugar de una alegría especial
Era la mañana de Navidad, y las calles comenzaban a llenarse de un bullicio peculiar: familias que salían a misa, niños corriendo con nuevos juguetes, y personas apresuradas con bolsas de comida para las celebraciones. Entre ellos caminaba Jesús, como uno más, pero con un propósito claro: llevar su amor allí donde más hacía falta.
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Jesús comenzó su día temprano, deteniéndose primero en un pequeño parque donde varios indigentes dormían bajo cartones. En lugar de pasar de largo, se sentó junto a ellos. Uno de los hombres, envuelto en mantas raídas, levantó la mirada con desconfianza. Jesús, con una sonrisa amable, le dijo:
—Feliz Navidad. ¿Cómo has amanecido?
El hombre, sorprendido por la atención genuina, murmuró algo sobre el frío y su cansancio. Jesús lo escuchó como si estuviera frente al hombre más importante del mundo, y después de un momento de silencio, compartió con ellos el pan y el café caliente que había traído consigo. Mientras comían, les habló del amor de Dios, de cómo su nacimiento no había sido en un palacio, sino en un humilde pesebre.
—Ustedes también son importantes para Dios —les dijo con voz firme—. Él está con ustedes incluso en los momentos más oscuros.
Después de pasar un buen rato allí, Jesús continuó su camino. Llegó a un centro de acogida para migrantes, donde familias enteras pasaban la Navidad lejos de sus hogares. Los niños jugaban en el patio, mientras los adultos intentaban organizar una pequeña celebración con lo poco que tenían. Jesús se unió a ellos, ayudándolos a decorar el espacio con lo que encontraban. Uno de los niños le preguntó quién era, y Él respondió:
—Alguien que ha venido a recordarte que eres amado.
Luego organizó un sencillo juego con los pequeños, arrancándoles risas que contagiaron a todos. Cuando llegó la hora de comer, bendijo los alimentos y compartió la mesa con ellos, recordándoles que, aunque estaban lejos de su tierra, nunca estaban lejos de Dios.
Por la tarde, Jesús visitó un hospital. Caminó por los pasillos silenciosos, deteniéndose junto a quienes pasaban la Navidad en una cama, acompañados por máquinas y medicamentos. Se sentó junto a una anciana que lloraba en silencio y tomó su mano.
—No estás sola —le dijo—. Dios está contigo, incluso aquí.
La anciana, al sentir su calidez, dejó de llorar. Jesús también se acercó a los médicos y enfermeros, agradeciéndoles su trabajo y recordándoles la importancia de cada gesto de cuidado que daban.
Al caer la noche, Jesús se dirigió a una pequeña iglesia en un barrio pobre. No era una gran catedral, sino un templo humilde, con bancos desgastados y un altar sencillo. Allí, se encontró con una comunidad que celebraba la Misa del Día de Navidad. Se sentó entre ellos, cantó los villancicos y rezó con devoción. Nadie parecía darse cuenta de quién era realmente, pero su presencia llenó el lugar de una alegría especial.
Al final del día, Jesús buscó un lugar tranquilo en las afueras de la ciudad para orar. Bajo las estrellas, le habló al Padre:
—Hoy he caminado entre ellos, Padre, recordándoles tu amor. Gracias por haberme enviado al mundo, por darme la oportunidad de estar cerca de ellos una vez más.
En ese momento, una suave brisa recorrió la noche, como si el cielo entero respondiera. Jesús se quedó un rato en silencio, contemplando las luces de la ciudad a lo lejos. Luego, con la serenidad de quien ha cumplido su misión, regresó al corazón de la ciudad, preparado para seguir siendo la luz que ilumina la vida de los hombres.
Así vivió Jesús su día de Navidad: sirviendo, amando, consolando y mostrándonos, en cada gesto, el verdadero significado de su nacimiento.