Jesús tuvo una experiencia espiritual que fue capaz de contagiar a la Iglesia naciente, encendiéndola. Jesús gozó de una vida interior inaudita.
El cristianismo en Occidente va a la baja. En nuestra región, en unos países más, en otros menos, la identificación con las iglesias tradicionales decae. En África, en cambio, se fortalece.
Pero no es cuestión solo de descuelgue de las tradiciones católicas o protestantes. Hay algo que va más allá del individualismo o del rechazo a las instituciones. ¿Se trata de una erosión en el interior de las personas? ¿O nunca hubo una experiencia cristiana profunda?
La crisis no tiene que ver con las autoridades eclesiásticas. El problema principal es que los bautizados, en general, no parecen haber interiorizado a Jesús. Sin duda sigue habiendo cristianismo anónimo, pequeñito, invisible; y cristianismo de fundaciones que mitigan el dolor o ayudan a insertarse a los marginalizados. Este sí es un cristianismo íntimo que se deja ver en acciones de bondad. Pero, en los demás casos, los cristianos no parece que se diferencien de nadie.
No se diga nada de un cristianismo profético. Cristo fue un profeta. Pero los bautizados no lo representan en cuanto tal. No van al choque, ninguno los insulta, nadie los contradice por su modo de entender la fe. Hace mucho tiempo que, en nuestro medio, no hay persecuciones y martirios. El nuestro es un cristianismo amorfo. Fofo.
¿Pudieran los cristianos recomenzar en Navidad?
A ojos vista, no. Algunos podrán alegar que el Viejo Pascuero compite con Jesús, que las tiendas reducen la celebración de su nacimiento a la venta de regalos. Pero habría que ir más lejos de estas críticas. Pues el juego de los regalos, a decir verdad, también el del Amigo secreto, sirven para intercambiar objetos que expresan cariño. Hay que tomarlos así, punto.
Es posible, no obstante, un itinerario mejor que el de la mera crítica. Estos días se da una oportunidad para tomarse en serio el pesebre. Servirá considerar que el cristianismo comenzó con un judío inerme, hijo de una mujer y un hombre modestos. Galilea era una región empobrecida, cuna de rebeldes y agitadores. Su gente era pobre. José pudo ser analfabeto. María, seguramente sí.
El pesebre recuerda a un padre y una madre, y a una sinagoga, que iniciaron al niño en una tradición de humanidad formidable. Le hicieron conocer el acervo de experiencias centenarias del pueblo de Israel. Generaron en el niño una capacidad de sentir, de pensar, de mirar, de oír, de trabajar, de meditar y, sobre todo, de creer en Dios. Ellos moldearon en Jesús a un místico capaz de morir por los demás.
La contemplación del pesebre este 2024 puede gatillar una experiencia de Dios análoga a la del mismo Jesús. Siempre será necesaria alguien que haga las veces de María, José y la sinagoga, una Iglesia que, a pesar de sus límites, transmita tal tradición humanizadora. Lo principal será comunicar una experiencia: un testimonio, un “conocimiento interno” de Jesús (diría san Ignacio).
En la Iglesia tendría que darse la posibilidad de conversar e intercambiar testimonios de fe y, también, de acoger los testimonios de experiencias trascendentes de personas que no son cristianas y aun de no creyentes. Esta será la prueba de fuego. Ella tendría que ser un ámbito hospitalario en que personas comunes y corrientes hablen de corazón a corazón de lo más profundo de sus vidas.
Si esto no se da, la identificación con el cristianismo será huera o solo cultural. Si los que no son cristianos no hallan en esta Iglesia una casa acogedora para compartir “su evangelio”, apáguense las luces y clausúrense las puertas.
Las autoridades de la Iglesia –principalmente obispos y sacerdotes– tendrían que poder dar un testimonio de Cristo a este nivel. Si no son capaces de hacerlo, nunca o casi nunca, probablemente sea que, no obstante tener la investidura, no tienen un conocimiento interior de Jesús.
¿De qué pueden servir la doctrina, la explicación dominical del Evangelio y las cartas pastorales, si falta lo principal? Se equivocan si piensan que el éxito de su misión no sea, al final del día, un encuentro entre personas a las que Dios les ha cambiado la vida. El caso es que la Iglesia, tras dos mil años, ha llegado hasta hoy precisamente por haber podido vivificar a las siguientes generaciones con un Cristo vivo.
Jesús tuvo una experiencia espiritual que fue capaz de contagiar a la Iglesia naciente, encendiéndola. Jesús gozó de una vida interior inaudita. El cristianismo pudiera hoy suscitarla. Ayudaría quedarse un rato enfrente del pesebre; darle tiempo a la sagrada familia, a los pastores y a los animales; leer lo que los evangelistas escribieron para contárnoslo y escanear lo que allí ocurre con el corazón.
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