Este no fue un domingo cualquiera ni un diciembre cualquiera para Atlético Nacional. Que quede consignado que fue un domingo 22 de diciembre cuando este gigante se levantó con furia de emperador para reclamar sus terrenos y su grandeza en el fútbol colombiano, y para recordarle al país que ellos son el equipo de las finales y las coronas, el más ganador, el que acaba de conquistar la Copa y la Liga. Pobre Tolima, que no se dio cuenta cuándo empezó la batalla final y cuándo la perdió 2-0. Cuando despertó de su pesadilla, vio a 11 dragones verdes liderados por un entrenador mexicano celebrando la estrella 18 y a miles de fervorosos delirando.
El Atanasio Girardot fue un territorio salvaje, no era un estadio, era una montaña, un volcán en movimiento, ardiente. Tolima salió a esa cancha y sintió toda esa lava en sus pies, con esos coros que parecían que no venían de las tribunas sino desde el cielo.
Nacional arrancó el partido como si viniera de perder la ida, como si necesitara un gol rápido y urgente, o como si tuviera afán de ganar para que su afición se fuera a celebrar temprano.
Alfredo Morelos no desaprovechó la primera pelota que le llegó a su guayo. La empujó hacia adelante solo para acomodarse con toda su potencia, no encontró más obstáculo que el viento, lo atravesó, encaró mientras esa defensa -que le dio por improvisar que con tres hombres era más fuerte- se desbarataba, mirando lo inevitable, apretando los dientes a falta de alguna mejor destreza, y Morelos lanzó un remate cruzado, el disparo iba cargado como de rabia, rabia y corazón, un remate en llamas, si el portero se metía, se quemaba. Fue el 1-0.
Cuando la pelota tocó la red, ese volcán verdolaga tuvo su segunda erupción, el estadio vibró como si las tribunas se fueran a ir encima de los jugadores, pero no era solo el estadio, era buena parte de Medellín y de Colombia.
Iban solo 6 minutos y Tolima sintió que se iba por un agujero. Necesitaba salir, respirar, demostrar que tenía fuerzas o aparentar que las tenía. Nacional no se sintió vencedor. Respetó el lento andar del reloj. Le quedaba mucho tiempo por delante, así que quiso otro gol, lo buscó Román, también Cardona. Tolima entendió que tenía que exponerse al segundo gol si quería buscar el empate y la gesta de los penaltis tras el 1-1 que cedió en su casa.
Pero no. Nacional no le alimentó ninguna esperanza al pueblo pijao. En su siguiente embestida destrozó toda confianza del Tolima. Le quitó le pelota en la mitad y en velocidad y dos toques ya estaba celebrando el segundo. El remate fue de Román, que atravesó la cancha como si corriera los 100 metros planos, pasó de largo por el semáforo en rojo del área y disparó al mismo palo al que remató Morelos. Era el 2-0.
Tolima era un equipo desarreglado para la final. Los defensas no sabían si preguntar el tiempo, apenas iban 32, o recriminarse entre ellos, ¿qué nos pasa?, o sacudirse entre ellos, ¡despertemos! Alguien debió entrar a la cancha a echarles agua en la cara. Pero nadie. Era un Tolima inofensivo. Un Tolima que no quería creer que iba perdiendo. ¿Es un sueño? Edwin Cardona les metió un susto con un tiro libre para que se enteraran de que era realidad, o al menos, sino querían creer, para tumbarlos de la cama de un balonazo. Después Marino Hinestroza insistió con un remate que algunos gritaron como gol, para mayor angustia vinotinto.
El primer tiempo pasó y parecía que en Nacional no habían ni sudado, pero habían. Y mucho. Esos pasos letales de defensa a ataque, esa salida vertiginosa de los laterales, eso no se hace caminando.
A medida que avanzaba el partido en la segunda parte la afición verde ya no quería saber de fútbol, quería era salir del estadio a celebrar, iniciar su feliz desvelo. Tocaba esperar a ver qué reacción tenía el Tolima, si es que la tenía.
Pero el partido para Tolima no era una final. Era un castigo. Su mayor mérito en ese momento era evitar un tercer gol. Hasta que se les apareció la virgen, o casi. Un remate de Gil y una mano en el área. El tribunal del VAR anunció, el árbitro revisó y sí, mano. Penalti. Tolima de frente a su suerte. Guzmán se enteró de que su apellido no había sido mencionado por ningún relator en todo el partido, así que quiso ser héroe y se puso de artista a picarle la pelota a David Ospina, como si no fuera Ospina. El portero de las mil batallas intuyó la travesura y atajó.
Luego el descuento lo tuvo Ramírez y le apuntó a un arco paralelo, lejos del real. Gil también pudo, y la mandó afuera. Ospina aún tuvo tiempo para otra atajada.
Tolima se profundizó en su pesadilla, hasta que, zaz, sonó el despertador del minuto 90, despertó y era real, Tolima, o sus restos, había perdido contra un Nacional supremo, gigante, poderoso, un dragón verde, ganador de dos trofeos en tan solo ocho días: un imperio Nacional.
PABLO ROMERO
Redactor DEPORTES
@PabloRomeroET