Moana, la desenfadada incursión de Disney en el mito y la cultura polinesios, se estrenó hace casi exactamente ocho años. ¿Alguien se acuerda de lo que ocurría aquel mes? En medio de unas elecciones, un ajuste de cuentas y la ansiedad política, los himnos de Moana sobre el viaje más allá de los confines de su arrecife de coral (la versión tropical de un techo de cristal) para salvar a su pueblo del desastre medioambiental resonaron con especial sentimiento.
Esa resonancia no se traslada del todo a Moana 2, una secuela que parece atenerse a la regla de “si no está roto”. Dirigida por David G. Derrick Jr., Jason Hand y Dana Ledoux Miller, la película traza un camino paralelo al de su predecesora, siguiendo a Moana (voz de Auliʻi Cravalho) cuando abandona su hogar en una odisea en la que está en juego el futuro de su isla. Por el camino, se encuentra con Maui (Dwayne Johnson), el corpulento y engreído semidiós que sigue siendo propenso a las burlas chistosas —a menudo llama a Moana “rizada”— y a los comentarios metatextuales cursis escritos, presumiblemente, en beneficio de los adultos mileniales y de la Generación X en la sala de cine. (“Eso tendrá sentido dentro de 2000 años”, bromea Maui, después de utilizar el término butt dial, que se utiliza en inglés cuando marcas por accidente mientras el teléfono está en tu bolsillo).
Tras restaurar con éxito el equilibrio ecológico de la hidrosfera, Moana, convertida ahora en una viajera experimentada, comienza la secuela expresando un objetivo más ambicioso: establecer contacto con los habitantes de las islas cercanas. Muy pronto, recibe una visión de sus antepasados sobre el tema, que la anima a emprender un arduo viaje a través del océano. Ante la insistencia de su padre, Moana reúne un pequeño y algo desordenado equipo de búsqueda, que incluye a un malhumorado agricultor (David Fane), una nerviosa ingeniera naval (Rose Matafeo) y un musculoso experto en comunicaciones (Hualalai Chung). Este revoltijo de caras nuevas a menudo parece un desperdicio de espacio en pantalla, especialmente cuando el océano, un maravilloso motivo animista, es perfectamente capaz de animar a Moana en sus viajes.
El destino del grupo es Motufetu, una isla que años atrás sirvió de centro neurálgico para los distintos habitantes de las islas del Pacífico antes de que Nalo, un malvado dios de las tormentas, la hundiera bajo el océano. Para recuperar Motufetu y restablecer la armonía social, los humanos deben encontrar la tierra y pisarla. En la pantalla, los detalles de esta mitología inventada y compleja se vuelven un poco turbios. Pero si entrecierras los ojos, la odisea tiende a crear un ambiente que oscila entre lo benigno y lo brillante.
Los números musicales, a cargo de Abigail Barlow y Emily Bear (que toman las tiendas de Lin-Manuel Miranda en la película original), así como de Opetaia Foa’i y Mark Mancina, están escritos y arreglados de forma competente (salvo una dolorosa secuencia de rap). El gran himno es “Al final”, un corolario de “Cuan lejos voy” en el que Moana reitera su deseo de salir a explorar, pero un poco más lejos que la última vez. La canción es un recordatorio de que Moana pertenece al nuevo y mejorado reino de Disney, en el que las heroínas alcanzan la felicidad para siempre a través del crecimiento personal, la madurez y la búsqueda de sí mismas. Es de destacar, y quizás admirable, que Moana no tiene príncipe, aunque sí mantiene a sus compañeros animales, el gallo y el cerdo.
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