El mes pasado nos sorprendió a todos una encuesta del CIS: para el 30% de los ciudadanos el mayor problema de España es la inmigración. Como uno de esos miles de jóvenes que tuvo que emigrar durante la crisis, me parece sorprendente que nos olvidemos cada cierto tiempo de que nosotros, los españoles, también somos inmigrantes de otros países. Para los que hemos vivido fuera es muy evidente que la inmigración no es nuestro problema, igual que nosotros no hemos sido el problema de los países que nos han acogido.
Una de las cosas buenas que tiene vivir en otro país es que te ayuda a ver con perspectiva los defectos y las virtudes de tu propia cultura. En España nos minusvaloramos en muchos aspectos en los que, de hecho, somos potencia mundial, como por ejemplo, la calidez de nuestras relaciones. Pero por desgracia hay otras cosas que hemos dado por normales, pero que no deberían serlo. Para los que hemos vivido fuera, una de ellas es la ineficiencia de nuestra burocracia. Visto desde fuera, es claro que este es el mayor desafío al que se enfrenta nuestro país, no la inmigración, sino este, las listas de espera infinitas de la sanidad pública, el atasco monumental de los juzgados o, en pocas palabras, el lento desmoronamiento de nuestro estado de bienestar.
Leía el otro día que más de la mitad de las familias que tienen derecho a ayudas sociales como el Ingreso Mínimo Vital o el bono térmico, no las han recibido, unas 516.000 familias en el caso del IMV. La culpa de que el estado de bienestar no ayude a estas familias no son los inmigrantes, sino la complejidad de las gestiones en la administración que hacen que la mayoría de las familias ni se atrevan a pedirlas, y que al 68% de los que las pidan les sean denegadas, en el 42% de los casos por error.
En estos años en el extranjero he podido ver en acción uno de los modelos sociales más potentes del mundo, y creo que los españoles nos podríamos beneficiar inmensamente de conocer sus virtudes. En los años que viví en Dinamarca nunca tuve el más mínimo problema con mis gestiones a pesar de no saber el idioma. Divorciarse en Dinamarca es tan fácil como rellenar un formulario online y hacerse autónomo tan sencillo como abrir una cuenta en Netflix. Esta agilidad no solo hace la vida más fácil a todo el mundo, sino que es la responsable de que Dinamarca sea uno de los países con menos desigualdad del mundo. No hay nada que evite que España sea tan eficiente como ellos, pero para llegar ahí, antes tendrán que cambiar algunas cosas importantes en nuestro país.
Dinamarca: más personal y mejores incentivos
Lo primero que deberíamos aprender de los daneses es que necesitamos más funcionarios, no menos. En concreto, para llegar al 30% de trabajadores públicos que tienen en Dinamarca, tendríamos que contratar a 3.5 millones más, además de los que tenemos. Puede sonar contradictorio, pero es precisamente la falta de manos lo que está llevando al colapso de nuestro estado de bienestar.
El segundo cambio clave es el esquema de incentivos. Todos conocemos a ese funcionario que acaba cargándose con el doble de trabajo por ser eficiente, y a ese otro que no da palo al agua porque nadie puede echarlo. No podemos seguir premiando así a quien se esfuerza. Si queremos empezar a invertir holgadamente en nuestro estado de bienestar, sin miedo a que el dinero caiga en saco roto, este sistema de incentivos debe cambiar. En Dinamarca, despedir a un funcionario es bastante sencillo y habitual, algo que no se ve como un castigo sino como una forma de valorar al que se esfuerza y de dar una nueva oportunidad al que no ha sabido encajar en su puesto. No todo el mundo encuentra su sitio a la primera y no pasa nada porque así sea.
Por último, y probablemente más importante, si queremos salvar nuestro estado de bienestar, es fundamental que los altos cargos de nuestras instituciones dejen de ser elegidos a dedo de una vez por todas. Si no rompemos con esta práctica, nunca podremos estar seguros de que los criterios para despedir a un funcionario ineficiente sean realmente meritocráticos, y no partidistas. Sin este punto, los dos anteriores no servirán de mucho.
Nuestro estado necesita ser rescatado, y para ello necesitamos invertir en él más recursos, no menos, pero hasta que no modernicemos nuestras instituciones no podremos defender lo público con el necesario consenso de la mayoría. El reto al que nos enfrentamos es enorme, pero debemos pensar que, en un futuro, si nos decidimos a cambiar lo que está mal, nuestro sistema público podría ser por fin sinónimo de justicia y equidad, en lugar del continuo dolor de cabeza en el que se ha convertido ahora.