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Reprobada: una política de inmigración inhumana se robó la educación de jóvenes latinos – Conecta Arizona

Autor: Maritza Felix

La política de “tolerancia cero” de la administración Trump, que separó a familias migrantes, truncó la escolarización de miles de niños. Con resiliencia, estos jóvenes enfrentaron traumas persistentes y hoy reconstruyen su futuro.


Publicado en palabra., de la Asociación Nacional de Periodistas Hispanos (NAHJ, por su sigla en inglés).

Nota del editor: Esta historia es el resultado de una investigación de dos años sobre los impactos de una política de separación de familias que ingresaron por la frontera sur entre México y Estados Unidos. Nuestro reportaje que toca hechos traumáticos se realizó con respeto y con la confianza de las familias entrevistadas.

Este reportaje puede contener escenas o referencias que podrían afectar a personas que tienen un trauma. Si tú o alguien que conoces necesita ayuda en salud mental, llama a la Línea 988 de Prevención del Suicidio y Crisis.

El periodista de investigación Joshua Phillips contribuyó a este reportaje.

Click here to read the report in English.


➡️ Reportaje: Maritza L. Felix

➡️ Fotos: Olga L. Jaramillo y Daniel Robles

➡️ Edición: Ricardo Sandoval-Palos

En las mañanas, Roselvy Hernández Treminio preparaba su uniforme con esmero para ir a trabajar 10 horas sirviendo tacos crujientes. Regresaba agotada a su casa en Virginia; tan cansada que ni siquiera intentaba lavar la ropa para borrar ese olor a fritanga con el que estaba impregnada.

Pero ni la larga jornada laboral ni el olor que parecía no quitarse nunca de su ropa le molestaba. Ella sabe cuál es el precio que se paga por el trabajo arduo y, por muchos años, estuvo dispuesta a pagarlo.

En su natal El Salvador, creció en una familia de puras mujeres que horneaban pan, cocinaban pupusas y vendían horchata a los vecinos. No les sobraba el dinero; tenían lo justo para vivir, sin lujos, pero sin hambre.

En 2004, cuando tenía 17 años, Roselvy tuvo una hija a la que llamó Yuleisy. Cinco meses después, el padre de Yuleisy se unió a los cientos de salvadoreños que migran a Estados Unidos con la esperanza de ganar dinero y tener una vida mejor. Con su partida, el vínculo con la niña se limitó a llamadas telefónicas y videoconferencias de vez en cuando. Pero, a pesar de la distancia, estableció una conexión con su hija que más tarde se convertiría en un salvavidas tanto para Roselvy como para Yuleisy.

La escalada de violencia en El Salvador recrudecía y se convertía en una preocupación difícil de ignorar, ya que las pandillas y las organizaciones criminales se apoderaban de barrios enteros. Ni la sociedad civil se salvaba y, un día, lo que debió haber sido una inocente caminata a la escuela para Yuleisy se convirtió en una peligrosa jornada. Solo tenía 12 años.

El primer vestido de Yuleisy que su madre, Roselvy Hernández Treminio, ha guardado todos estos años. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra.

“Yo me preocupé mucho porque llegó muy asustada y me dice: ‘Mami, un carro se paró en la calle y me quería llevar’”, dice Roselvy, durante una entrevista con palabra.

“Sentí un gran miedo. Pensé en mil cosas en mi mente. Qué hubiese pasado si ella no hubiera regresado a casa, y yo, tal vez sin saber qué había pasado con ella”.

Ese día, el temor de que secuestraran a su hija o de que algo malo le pasara hizo que Roselvy decidiera dejarlo todo y viajar al norte, para buscar al padre de su hija y una vida mejor en la que no tuvieran que preocuparse por las pandillas. Yuleisy se quedó con la escuela trunca a la mitad del año escolar.

El intento de secuestro fue solo el primero de muchos sucesos traumáticos en la infancia de Yuleisy.

Lo que Roselvy no sabía era que, a miles de kilómetros de distancia, los políticos conservadores de Estados Unidos planeaban detener el creciente flujo de inmigrantes utilizando una política sin precedentes que separaba a las familias migrantes que eran detenidas en la frontera. A los padres o tutores, los dejaban en un centro y, a los niños, en otro lugar. Muchas veces, a los progenitores no les decían a dónde se habían llevado a sus hijos ni qué ocurriría con ellos tras la detención. Roselvy y su hija estarían entre esas familias.

Todo esto formaba parte de lo que los funcionarios de la administración del expresidente Donald Trump apodaron como la política “tolerancia cero”, que comenzó a poner en práctica como un programa piloto en 2017 y se oficializó en 2018.

El impacto de esa política repercutió en todo el país. Y el trauma que marcó a una comunidad de niños pequeños pronto se manifestó en las aulas escolares de la nación.

Yuleisy con el pasar de los años. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

EL TRAUMA EN LOS SALONES DE CLASE

Después de la detención y separación, los menores solían ser llevados con sus parientes, o con sus padres, si es que estos lograban salir del centro de detención de inmigrantes en el que se encontraban. A partir de 2018, escuelas de todo el país empezaron a registrar un aumento en las inscripciones de estudiantes que eran considerados menores no acompañados y niños migrantes separados de sus padres por las autoridades federales. Educadores como el doctor Gabriel Trujillo, superintendente del Distrito Escolar Unificado de Tucson (TUSD, por sus siglas en inglés), el tercer distrito escolar público más grande de Arizona, empezaron a escuchar muchas historias similares a la de Yuleisy — niños huyendo de la violencia, buscando asilo e inesperadamente siendo separados de sus familias, pasando meses sin saber su destino ni el de sus familias.

Trujillo reconoce que esta política los pilló desprevenidos y que el sistema de educación pública no estaba preparado para la afluencia de los menores migrantes alejados de sus padres, ni para poderles proporcionar los recursos que estos niños necesitaban para enfrentar el trauma de la separación familiar e intentar tener éxito académico.

“Esos estudiantes están lidiando con muchos traumas. Y hubo muchos casos desgarradores de niños maltratados, abuso sexual, abuso físico, especialmente de algunas de las jóvenes”, explica Trujillo. “Cuando te enfrentas a un trauma, no eres capaz de entrar en un espacio emocional en el que la principal prioridad de tu vida sea aprender”.

Incluso ahora, es evidente que el trauma que experimentaron estos estudiantes ha tenido un profundo efecto en su capacidad para participar en el aula, añade Trujillo. “Lo más común que hemos visto en estos estudiantes es la falta de compromiso. Esos estudiantes… son más propensos a no ser disruptivos en absoluto, sino a sentarse en silencio y no participar”.

Han pasado casi siete años desde el inicio de esta política y, en todo Estados Unidos, miles de jóvenes migrantes, en su enorme mayoría de Centroamérica y México, siguen sufriendo los efectos perniciosos de la separación de miles de familias en la frontera entre Estados Unidos y México.

Una bandera representando el orgullo por El Salvador colgada en la pared de la cocina de Roselvy Hernández Treminio. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

En entrevistas con 50 familias que fueron separadas y más de una docena de médicos y abogados que ayudaron o atendieron a niños separados durante el período de “tolerancia cero” ―incluidos los denominados niños de “tierna edad”, o sea, menores de 13 años―, palabra encontró una preocupante unanimidad: Todos ellos describieron cómo los jóvenes migrantes mostraban un comportamiento consistente con estar en un constante “estado de alerta”.

Los investigadores de traumas explican que separar bruscamente a los cuidadores principales de los niños rompe su apego vital y emocional, causando un profundo impacto en su desarrollo y funcionamiento neurológico.

“He tenido niños de 10 años que me decían: ‘Nunca podré confiar en nadie’; ‘hay gente mala en el mundo’; ‘el mundo es un lugar muy peligroso’. Si has recibido ese mensaje, y has pasado por experiencias que han confirmado ese mensaje… eso se incrusta en tu psique que se incrusta en cómo funciona tu cerebro y tu cuerpo”.

A días de las elecciones presidenciales del 5 de noviembre y luego de unas campañas en las que la inmigración ha sido uno de los temas principales, los políticos vuelven a proclamar medidas cada vez más enérgicas para detener los cruces fronterizos no autorizados. Dos importantes asesores de la campaña de Trump y exmiembros de su gobierno, el exjefe de Inmigración y Control de Aduanas, Thomas Homan, y el exasesor de la Casa Blanca, Steven Miller, están apoyando las deportaciones masivas de personas sin autorización migratoria. Una medida tan extrema probablemente separaría a más familias, ya que cientos de miles de familias tienen un “estatus mixto” (hay familiares que no tienen documentos y otros sí) , lo que significa que los ciudadanos tendrían que elegir entre permanecer en Estados Unidos sin sus seres queridos o regresar a sus países de origen con ellos.

Pero padres, educadores y profesionales de la salud mental advierten de los riesgos de nuevas políticas que podrían dividir a las familias y el impacto duradero de la separación forzosa de niños en edad escolar.

Los padres afirman que un punto de partida debería ser la concienciación sobre el daño causado en la capacidad de aprendizaje de los niños que han sido separados, una de las dimensiones menos estudiadas de un oscuro capítulo de la historia reciente de la migración a Estados Unidos.

LAS CONSECUENCIAS PARA LA SALUD MENTAL Y LA EDUCACION DE LOS NIÑOS

La política de “tolerancia cero” de la administración Trump comenzó oficialmente el 7 de mayo de 2018, después de un programa piloto del año anterior en la frontera de ciudades como El Paso, Texas. Las consecuencias de esta política incluyen una gran cantidad de estudiantes que lidian con el trauma asociado al abandono infantil o al hecho de haber sido prisioneros en aislamiento. A esto se suma una información cuantitativa insuficiente sobre los resultados de la aplicación de la política de “tolerancia cero”; para comenzar, la incertidumbre sobre el número total de niños separados de sus familias. En 2021, un informe del Servicio de Investigación del Congreso determinó un total de entre 5.300 y 5.500 niñas y niños. Sin embargo, recientemente, en abril de 2024, el Departamento de Seguridad Nacional informó que el Grupo de Trabajo Interinstitucional para la Reunificación de Familias —creado para reunir a las familias y cuidar su salud mental— identificó a 4.656 niños separados. Hasta 1.401 siguen señalados como no reunificados con familias o tutores porque el gobierno perdió el rastro de sus paraderos tras su liberación, o porque las familias no se han presentado para confirmar que los niños están nuevamente con los adultos que los acompañaron en su viaje migratorio.

Roselvy Hernández Treminio y Yuleisy en su hogar en Virginia. Madre e hija fueron separadas cuando llegaron a la frontera entre México y Estados Unidos. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

La administración Trump autorizó las separaciones de familias migrantes detenidas como una medida disuasoria, una advertencia a los posibles futuros migrantes, en medio de una ola de cruces de centroamericanos y sudamericanos que huían del crimen, la violencia política y las economías en ruinas de sus países de origen.

Esta política no funcionó. La inmigración en Estados Unidos alcanzó máximos históricos en la última década. Lo que sí ocurrió fue toda una vida de traumas ―y el robo de una educación infantil― para migrantes como Yuleisy.

Los niños separados adoptaron “comportamientos regresivos”, como “pérdida del lenguaje, vuelta a chuparse el dedo e incapacidad para controlar los movimientos intestinales y la micción”, según el informe de Physicians for Human Rights (Médicos por los derechos humanos) de 2020, titulado “You Will Never See Your Child Again: The Persistent Psychological Effects of Family Separation” (Nunca verás a tu hijo otra vez: Los persistentes efectos psicológicos de la separación familiar).

Y, cuando a los niños se les “roba” el apoyo familiar, “son susceptibles de sufrir déficits de aprendizaje y afecciones crónicas como depresión, trastorno de estrés postraumático(,) e incluso enfermedades cardíacas”, según la Academia Americana de Pediatría.

Belinda Hernandez Arriaga es profesora de educación en la Universidad de San Francisco, y fundadora y directora ejecutiva de Ayudando Latinos A Soñar, un programa de arte cultural, educación y justicia social. Ella ha tratado a niños inmigrantes separados de sus padres como trabajadora social clínica licenciada.

“Tengo niños a los que les iba muy bien en la escuela en su país de origen… (y) les va fatal aquí”, dice Hernandez Arriaga.

Según Hernandez Arriaga, además una trabajadora clínica licenciada, el problema de evaluar a los niños inmigrantes en las escuelas estadounidenses es que los educadores no han tenido en cuenta el impacto de la experiencia de la separación.

“Lo que ocurre con demasiada frecuencia es que la gente atribuye (sus retos) a que son estudiantes de inglés, y por lo tanto están en una categoría inferior de aprendizaje o (razón) por la que no están aprendiendo tan rápido”, explica. “Pero lo que no estamos diciendo es que (es) debido a la separación forzada y el impacto en el desarrollo, y el trauma que están soportando, que tiene un impacto en el funcionamiento de su cerebro”. Y agrega que, en su opinión, su rendimiento no depende de que estén en un aula de segundo idioma, sino de que están atravesando “una etapa difícil en general”.

El diploma de preparatoria de Yuleisy y fotos en la pared de su habitación. Después de enfrentar dificultades en la escuela, logró graduarse de la preparatoria. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

LOS HUMANOS DETRAS DE LAS CIFRAS

Entre los miles de niños separados de sus padres en la frontera entre México y Estados Unidos entre 2017 y 2021, está Immers Reyes, un pequeño centroamericano que fue de los primeros en ser arrancados de los brazos de sus progenitores.

La travesía comenzó en 2016. El primer viaje de Gladys Meléndez, Ever Reyes y su pequeño hijo, de entonces tres años, fue de su natal Honduras a México. El “País Azteca” sería la primera parada oficial en su largo viaje a la frontera, en un intento por cruzar a Estados Unidos. Ahí nació la pequeña Aracely, lo que obligó a la familia a esperar para atravesar la frontera. Cuando la bebé tenía apenas 4 meses, decidieron dar el paso. Era ya 2018. Un año marcado por el extremismo político y por los miles de casos de familias que pelearon por ser reunificadas.

Durante más de dos meses, el niño estuvo en Michigan con una familia de crianza (foster) mientras su padre estaba detenido en Texas. Meléndez y Aracely también estuvieron en detención. Tras su liberación y una emotiva reunificación documentada por la Liga Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) en un video que se volvió viral, la familia comenzó el largo —y aún no resuelto— proceso de presentar su solicitud de asilo ante el tribunal de inmigración.

Una vez reunida, la familia vivió poco tiempo en Houston antes de mudarse a la ciudad de Nueva York en 2019, con la ayuda de la organización Immigrant Families Together (Familias inmigrantes unidas). Fue entonces cuando Immers comenzó la escuela, y empezaron también sus problemas de ansiedad y de comportamiento.

Sentada en su casa de Queens, Nueva York en 2024, a Meléndez se le corta la respiración cuando escucha el nombre de Trump. Se frota las manos y parpadea rápidamente mientras se le seca la garganta. Es una reacción involuntaria, dice, y explica que el tiempo que sus hijos pasaron detenidos lo cambió todo. Seis años después, todavía pasa la mayor parte de sus días observando y guiando a Immers, para compensar la ausencia y la separación.

“Hay veces que me preocupo porque la niña es más normal que él, es más quieta. Con ella no la ando corrigiendo tanto, no estoy tanto encima de ella. Pero él tiene 8 años, pero con él es como que estuviera más pequeño”, agrega Meléndez.

Meléndez recuerda sus conversaciones rutinarias con Immers cuando empezó a ir al colegio: “Anteriormente, él no quería, se sentía como asustado. Yo le decía: ‘¿Por qué no quieres ir a la escuela?’. ‘No, que yo no quiero. No me siento bien otra vez’. ‘Dime, ¿por qué no quieres ir a la escuela?’. ‘No, es que me siento triste. Tengo miedo’. ‘¿Y por qué vas a tener miedo?’. Pero ya ahorita de este año que pasó, ahora ya él se levanta con ánimo”, dice.

Meléndez no tiene respuestas a los muchos problemas que aquejan a Immers y a su familia.

Lo que sí sabe, sin embargo, es que Immers mejora hoy gracias a la terapia. Y no puede dejar de pensar en los orígenes de un trauma que ha dividido a su familia: Los padres que cruzaron a sabiendas y el bebé que no entendía lo que pasaba. Y ahora no sabe cómo afrontar la experiencia.

“Ahora, en tercero, ya lo veo como que se inspira más, le echa más ganas, habla mejor, hace tareas, tiene programas después de clases ―explica con alivio―. Pero eso ahora, del 2022 para atrás ha sido una etapa bien difícil para el niño”.

LUCHANDO EN SILENCIO

Érick Danilo Zúñiga Gonzales es el primero de tres hermanos en graduarse de la preparatoria. No lo hizo en su natal Honduras, sino a unas 5.300 kilómetros de casa, en la Olney Charter High School, en Filadelfia, Pensilvania, después de migrar y ser separado de su familia en 2017, durante el programa piloto de control migratorio que un año después sería conocido como la política de “cero tolerancia” de la administración Trump. Y no lo hizo solo por el diploma, sino por cumplir un sueño ajeno: el de su hermano mayor.

Érick Danilo Zúñiga Gonzales y su madre, Keldy Mabel Gonzales de Zúñiga , rodeados de fotos familiares en su casa de Filadelfia, Pensilvania. Foto de Daniel Robles para palabra

Los hermanos Zúñiga Gonzales llegaron a Estados Unidos en septiembre de 2017. Tenían 13 (Érick), 15 y 18 años,. El mayor cruzó la frontera por su cuenta y logró llegar a Pensilvania para reunirse con su padre. Los otros dos viajaron desde Honduras con su madre, Keldy Mabel Gonzales de Zúñiga. Cruzaron por Nuevo México y se entregaron a las autoridades de migración.

Ahí comenzó la pesadilla.

“Nos dijeron que nos iban a poner un grillete y nos iban a dejar salir el siguiente día. Y pasó al siguiente día y las cosas cambiaron, y ahí nos dijeron que no iba a ser así, que a mi mamá la iban a separar y a nosotros nos mandaron a una casa hogar y a ella iría a prisión”, recuerda Érick.

Mino y Érick permanecieron bajo custodia migratoria en El Paso, Texas, hasta octubre de 2017.

“Cuando me separan, ellos lloraban, desgarradamente, que no querían ser separados de mí y yo los controlé así: ‘En cinco días nos miramos. Solo son cinco días’. Esos cinco días se convirtieron en cuatro años para volver a ver a mis hijos”, cuenta la madre.

Mientras estuvo detenida, Keldy Mabel llamó a sus hijos todos los días y pronto supo que los chicos se habían reunido con Patrick, el hermano mayor, quien ya estaba en Filadelfia. Patrick consiguió trabajo inmediatamente y se hizo cargo de la familia, convirtiéndose en tutor de sus hermanos.

El diploma de bachillerato de Érick Danilo Zúñiga expuesto en la casa de su familia. Foto de Daniel Robles para palabra

A la separación forzada y a ser tratados como delincuentes, se sumó la noticia de que su madre sería deportada. Todo aunado a unos horribles recuerdos de tíos asesinados en Honduras.

“Para ellos fue duro. Siempre que yo los llamaba, me decían: ‘Mamá, cómo te necesitamos. Mamá, cómo te esperamos. Mamá, qué deseo de tenerte aquí. Esto no es vida’, me decían aún hasta el más grande. Me decían: ‘Esto no es vida, esto no. No para mí. Sin usted aquí no es nada. No somos nada aquí’”, recuerda.

Para Mino y Patrick, seguir estudiando fue imposible, añade. Mientras Patrick quiere ir a la universidad algún día, aunque aún no ha obtenido el título de bachillerato, Mino abandonó por completo la educación. “Mino no siguió, no quiso sacar la escuela, la depresión no lo dejaba y, pues, Érick sí se graduó y ya sabe un poco de inglés. Érick dijo: ‘Yo sí quiero sacar pues algo, graduarme de algo, ¿verdad? Terminar algo para el futuro’”, dice Keldy Mabel.

Keldy Mabel fue deportada a Honduras en 2017, donde inmediatamente comenzó el viaje de regreso a la frontera entre México y Estados Unidos. Se quedó en Ciudad Juárez, Chihuahua, con la esperanza de reunirse pronto con sus hijos. Se resguardó en su fe. Peleó su caso y logró, con la ayuda de Linda Corchado, directora de servicios legales de la organización Las Americas Immigrant Advocacy Center (Centro de defensa de los inmigrantes Las Américas), reentrar, esta vez legalmente, a Estados Unidos. Solo que cuatro años después.

Mientras ella peleaba su caso desde México, Érick poco a poco se hundía en las sombras por la separación familiar y el trauma de haber migrado así, huyendo de la violencia. Mantenía un perfil bajo en la escuela y no hablaba de su familia. Había sido un buen estudiante en Honduras, pero ahora, al enfrentarse a un idioma que apenas podía entender o hablar, sus notas reflejaban la batalla que combatía dentro de sí. Sin embargo, sus profesores no tenían el contexto suficiente para ayudarle. Solo unas cuantas maestras sabían vagamente algo en cuanto a que fue separado de su madre, pero no insistían en saber más de su historia y él tampoco estaba listo para contárselas.

“Hasta que mi mamá llegó acá se enteraron, por una de las entrevistas; las maestras nos vieron en las noticias”, dice. Ahí se le quitó un peso de encima.

El emotivo reencuentro acaparó la atención de los medios de comunicación, empezando por un reportaje de Jonathan Blitzer, de The New Yorker, que había pasado tres años siguiendo su viaje. La historia no tardó en cobrar fuerza y aparecer en medios tan importantes como, NBC News, Associated Press y Mother Jones, que también incluye una entrevista con Keldy Mabel y sus hijos.

Érick Danilo Zúñiga y su madre, Keldy Mabel Gonzales de Zuñiga, reunidos tras cuatro años de separación. Foto de Daniel Robles para palabra

UNA ENTREVISTA EN LA QUE SE REFLEJAN MUCHOS

Poco después del reencuentro, Érick sabe que su historia ha inspirado a otros migrantes que se han enterado de su duro paso por la escuela y de la separación familiar, gracias a esas entrevistas televisivas que dio su madre.

Roselvy Hernández es una de ellas. “Yo también quiero eso”, recuerda que pensó mientras escuchaba la historia de Keldy Mabel y sus hijos. Se comprometió a ayudar a su propia hija, Yuleisy, que había pasado por dificultades similares.

Un mes después de que Roselvy y Yuleisy salieron de El Salvador en agosto de 2017, llegaron a la frontera norte de México y se entregaron rápidamente a las autoridades de inmigración estadounidenses en El Paso, Texas. Pidieron asilo, pero no hubo ninguna señal de bienvenida al sueño americano.

“Nos trataron con dureza”, recuerda Roselvy. Las autoridades de migración dudaron de la veracidad de la relación de Yuleisy con Roselvy y las separaron.

“Ese momento comencé a sufrir mucho, mucho, que yo no tenía idea lo que era estar lejos de mi hija. Ese día, por más que intento olvidar, no puedo”, Hernández se quiebra cuando revive cada momento de su travesía. Lo siente todavía demasiado fresco y lo habla con muy pocos.

Roselvy pasó tres meses y medio detenida en Texas. Las dos primeras semanas fueron las más angustiosas, dice: No sabía nada de Yuleisy. Solo supo del paradero de su hija adolescente cuando un agente del centro de detención le dijo, fríamente, que Yuleisy había sido trasladada a Nueva York. No hubo más explicaciones sobre el destino de la niña, que entonces tenía 13 años.

A Hernández la deportaron a El Salvador, y Yuleisy, después de estar en un albergue para niños migrantes alejados de sus familiares, fue entregada a su padre y a sus parientes.

“Fue muy extraño. Al principio no me acostumbraba a pesar de que ellos trataban de hacerme sentir que yo estaba en casa, de hacerme sentir bien, pero yo solo quería estar con mi mamá”, recuerda Yuleisy.

Mientras, su madre seguía luchando desde El Salvador para volver. Vio en las noticias que otra madre migrante había logrado reunirse con su familia y pensó que ese podría ser su caso. Vio a Keldy Mabel abrazar a los suyos, en Estados Unidos, después de un calvario y se dijo: yo quiero lo mismo. Así que buscó a Keldy Mabel por todos lados, le escribió en Facebook y oró mucho para obtener respuesta.

“Y ahí se me abrió una luz de esperanza. Y ahí vi que Dios sí había escuchado, que Dios sí estaba haciendo, teniendo misericordia con todas esas madres. Desde ahí, comencé a orar más y agradecerle a Dios por lo que Él estaba haciendo”, comenta Roselvy.

Además, buscó a la misma abogada en Texas, Linda Corchado, de Las Américas Immigrant Advocacy Center, y con su asesoría legal pudo dejar de añorar y volver a sentir.

En octubre de 2021 volvió a abrazar a su hija, que ya no era una pequeñita.

Como muchos otros niños migrantes en edad escolar que fueron separados de sus familias en la frontera, Yuleisy es ahora una joven adulta. Vive con Hernández en Virginia. Ellas son dos de los 178.000 salvadoreños que viven en Virginia, según el censo estadounidense de 2020.

Yuleisy ya no es la pequeña que caminaba por las calles de El Salvador con su madre para ir a la escuela. Tiene 19 años y ha tenido que madurar a la fuerza. Le cuesta mucho encontrar las palabras para procesar todo lo que ha vivido, a pesar de los años que lleva ya en terapia después de la separación. Pero hoy hace pausas, respira y se frota el cabello.

“Yo a la escuela no iba a aprender, te lo digo así, sinceramente. Yo, al principio, yo solo iba porque era un deber, pero todos los días que llegaba de mi escuela yo llegaba a llorar a mi casa”, confiesa. “Yo no quería aprender porque mi mentalidad en ese momento era: mándenme para El Salvador. Yo dije: ‘Yo no voy a aprender, porque yo no voy a estar aquí, yo no voy a vivir aquí, yo me voy a ir para El Salvador’”.

Yuleisy lee a su madre, Roselvy Hernández Treminio, textos de una carpeta que contiene collages de fotos de su infancia y notas que escribió en español y en inglés cuando estaban separadas. Yuleisy imprimió los collages en la escuela donde estudiaba. Le dio el álbum a su madre cuando se reunieron. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra
Collages realizados por Yuleisy en los que expresa su amor por su madre. Los hizo mientras ella y su madre estaban separadas. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

LAS CICATRICES QUE NO SE VEN

Yuleisy no quería que nadie supiera que ella era lo que el gobierno catalogaba como una niña migrante separada de su madre durante la administración de Trump bajo la política “tolerancia cero”. Tampoco quería explicar por qué la relación con su padre era tan complicada ni lo mucho que le dolía pensar que no volvería a ver pronto a su mamá.

“Un día yo estaba así de mal. Estaba llorando y fui al baño de mi papá y vivía en el basement. Y yo vi ahí una gillette. Entonces, en ese momento, yo sentía que mi vida no tenía sentido. ¿Para qué iba a vivir? No estaba con mi mamá. Yo no quería estar aquí porque no estaba ella aquí”, expresa.

Empezó a cortarse.

“Ni siquiera sentía dolor. Ni siquiera sentí nada de lo que estaba haciendo. Porque era tanto el dolor y la tristeza, la desesperación que yo sentía que yo decía: ‘¿Para qué voy a vivir?’ Para mí nada tenía sentido. Yo veía la sangre, pero yo no sentía dolor ni nada de ardor en mis manos”, cuenta Yuleisy sin poder contener el llanto.

Y algo le dice que pare. Y lo hace.

Esa fue la primera vez. Trató de esconder las heridas usando ropa que le cubría los brazos, pero una tía la vio y la delató con su padre. La reprimenda y la congoja del padre no fueron suficientes para alejar esa depresión que se manifestaba en tristeza, aumento de peso, aislamiento y baja autoestima.

“Yo traté de olvidar eso y lo quise hacer una segunda vez. Pero volvieron esas voces a mi mente que me decían: ‘No lo hagas, no lo hagas. No vas a acabar con tu vida’. Era joven y yo sé que Dios fue el que me paró”, dice. Ella, al igual que su madre, se considera una mujer de fe inquebrantable.

Después del segundo intento de acabar con su vida, Yuleisy no sabía a qué más aferrarse para llevar una vida “normal”.

“Yo no quería aprender. A veces mis maestras trataban de ayudarme y me decían: ‘Podemos hacer este método para que tú aprendas’. Pero yo simplemente no quería. Hasta mi actitud cambió porque, en el transcurso del tiempo y que yo veía que mi mamá no se venía, yo cambié como mi actitud, yo me ponía negativa. Yo no, no quería aprender. Yo no, no, no le ponía empeño a la escuela. Yo no quería aprender nada de eso”, dice.

Mientras trataba de acostumbrarse a la vida en Estados Unidos, Yuleisy seguía atormentada por la sensación de que su verdadero lugar estaba al lado de su madre.

En su habitación de Virginia, Yuleisy sostiene un juguete de Winnie the Pooh que su madre, Roselvy Hernández Treminio, le regaló al nacer, junto con un osito de peluche que su padre envió de Estados Unidos a El Salvador cuando ella tenía 5 años. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

Tras años separada de su madre, Yuleisy se resignó.

“Cuando ya iba entrando a high school me di cuenta y dije: ‘Okay, entonces esto se está tornando que sí me voy a quedar aquí, entonces yo tengo que hacer algo’”, dice. “Yo agarré fuerzas para poder aprender”.

Luego, una maestra de inglés de su preparatoria se interesó por su vida, logró adentrarse en sus pensamientos y la inspiró. Yuleisy aprendió inglés y se matriculó en varios colegios mientras su familia se trasladaba de ciudad en ciudad. “Una vez, ella hizo una dinámica en la clase como de contar nuestra historia porque habíamos muchos inmigrantes. Entonces yo me acuerdo que ella dijo: ‘Ah, hagan un resumen de su historia’. Y fue, fue tan, tan así, tan confortante, que ella también fue una persona especial para mí. Porque cuando ella leyó mi historia, ella se sorprendió tanto que hasta me dio un abrazo y me dijo: ‘¡Wow!’. Me dijo: ‘He quedado impactada con tu historia’”, cuenta Yuleisy.

Esa fue la primera vez que Yuleisy se sintió de verdad apoyada y motivada, que empezó a descubrir un sentido de pertenencia al que pensó que había renunciado cuando se fue de El Salvador.

“Ella me decía: ‘Yuleisy, sigue adelante’. Me decía: ‘Yo quiero verte que tú estudies. Tú eres una chica inteligente’. Incluso hacíamos videollamadas con los compañeros de la clase y ella siempre como que sobresalía esa parte y hacía mención a las historias de todos los que estábamos ahí”, recuerda.

Poco a poco, todo empezó a parecer menos sombrío.

Y, en octubre de 2021, madre e hija se reunieron, luego de que Hernández solicitara asilo en Estados Unidos otra vez.

Su abrazo en un aeropuerto de Virginia sigue siendo uno de los recuerdos más queridos de Yuleisy.

Yuleisy y su madre, Roselvy Hernández Treminio, en su jardín. Se reunieron después de cuatro años de separación. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

“La vi de lejos con un vestido azul. Recuerdo que apenas podía caminar; me temblaban las piernas. Solo la miré y ella me miró. El abrazo que nos dimos quería que durara una eternidad. Nos abrazamos, le dije ‘mamá’ y me llamó ‘princesa’”, recuerda Yuleisy.

“Encontré a una niña ya grande”, dice Hernández. “La niña que había dejado cuando nos separamos ya no estaba allí. Había crecido. Echaba de menos su pelo, su estatura. Cuando la vi, me sorprendí. No era la niña que abracé por última vez”.

Yuleisy se graduó de la preparatoria en 2022. Quería estudiar, pero la situación económica de su casa representaba un desafío para continuar con su preparación académica.

“Iba a mandar solicitud para el college, pero no tenía cómo pagar las clases. Yo no trabajaba en ese momento y, pues, mi mamá hay muchas cosas que (la) estresaban en la vida; cosas de carro, comida, muchas cosas, ropa se paga y yo sabía. Ella me decía: ‘Mami, yo te puedo ayudar’. Pero, pues, yo también veía lo difícil que era para ella trabajar y pagar muchas cosas. Entonces yo le dije a ella primero y voy a ahorrar y voy a tratar de ahorrar dinero para poder pagar las clases y, primero Dios, más adelante estudiar”, explica.

Cuando Roselvy llegaba tan cansada a casa que no tenía fuerzas ya para lavar el uniforme de trabajo lleno de olor a fritanga, sabía que todo ese esfuerzo valía la pena. Sabía (sabe) que todo es por el futuro de su hija. Yuleisy quiere ser enfermera y lo cuenta con una sonrisa gigante. Cuando Yuleisy sonríe, se le ilumina la mirada como si fuera una niña pícara. Suelta la carcajada fácil y el cabello se le enreda entre los dedos que lo acarician con nerviosismo. Cuando habla de algo que la emociona, como la cosmetología o la moda, mueve las manos de un lado a otro, como si pudiera tocar todo lo que ha construido en su imaginación; pero en un instante desaparece. Esos momentos de libertad emocional son cortos. Se interrumpen con los recuerdos y esos ojos que explotaban de sueños se nublan en un santiamén. Y llora, mucho, con un sentimiento que le deforma el rostro y le surca las mejillas. Pero dice que está, a pesar de todo, feliz.

“Como dicen, después de la tormenta, viene la calma y todo eso nos ayudó a ser más fuertes. Y cuando ya el día que nos encontramos sentimos una felicidad que no la podemos explicar y todo eso nos sirvió para motivación y seguir luchando juntas”, concluye Yuleisy.

Yuleisy y su madre, Roselvy Hernández Tremidio, están más unidas que nunca después de una separación forzada debido a la política migratoria de Estados Unidos. Yuleisy tiene esperanzas en su futuro y aspira a convertirse en enfermera. Foto de Olga L. Jaramillo para palabra

Maritza L. Félix es una galardonada periodista, productora y escritora independiente de Arizona. Es fundadora de Conecta Arizona, un servicio de noticias en español que conecta a personas de Arizona y Sonora, México, principalmente a través de WhatsApp y las redes sociales. Es cofundadora, coproductora y copresentadora de Comadres al Aire. @MaritzaLFelix
Olga L. Jaramillo, nacida en Colombia, es una narradora visual independiente afincada en el área metropolitana de Washington D.C.. Con formación en economía, pasó a la fotografía aportando a su trabajo visual su conciencia social y su experiencia en el desarrollo socioeconómico de América Latina.
A través de la fotografía, los cortometrajes y el texto, explora las intrincadas relaciones entre identidad, cultura y migración. El trabajo más reciente de Olga se centra en el impacto intergeneracional de la migración en las familias de madres migrantes de América Central. 
Su proyecto documental multimedia «Dos Mundos», iniciado en 2019, fue galardonado con la beca inaugural Butterfly Grant de Women Photojournalists of Washington en 2024. @olgajarsa
Daniel Robles es un diseñador gráfico con más de dos décadas de experiencia en artes visuales, fotografía, ilustración, publicidad y mercadotecnia. Es originario de Sonora, México, con un título de profesional asociado en Diseño Gráfico y Publicidad. Ganador de premios por su trabajo en el diseño de campañas publicitarias y proyectos audiovisuales, Robles es el director creativo de Conecta Arizona desde su fundación. En sus ratos libres, le gusta practicar ciclismo y fotografía de calle y documental. @danroblesfoto
Ricardo Sandoval-Paloses un galardonado periodista de investigación y editor cuya carrera ha abarcado cuatro décadas. En mayo, Ricardo fue nombrado Editor Público ―defensor del pueblo― de PBS, el principal medio de comunicación público del país. @ricsand
Joshua E. S. Phillips es un galardonado periodista de investigación, corresponsal en el extranjero, productor de radio y televisión, y autor del libro “None of us were like this before: American soldiers and torture” (Ninguno de nosotros era así antes: Los soldados americanos y la tortura). @joshesphillips

Arte: Daniel Robles.
Arte: Daniel Robles.

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