Read this story in English | Traducción por Martín Better Longo
Mientras Joyner Galeano le rogaba al juez federal de inmigración que le diera otra oportunidad, su esposa estaba en su domicilio cuidando a su hija de 14 días de edad, una ciudadana de los EE.UU.
Galeano, venezolano de 21 años, cruzó la frontera de México hace tres años, obtuvo un permiso de trabajo y empleo, y estaba creando una nueva vida. Lo arruinó todo cuando tomó demasiado durante una fiesta familiar en mayo, y, él lo admite, manejó para llevar a dos amigos que necesitaban un aventón. A Galeano le detuvo la policía después de que, según ellos, se desvió y pasó por encima de la línea separadora en una curva. Se le imputó un cargo de manejar bajo los efectos de alcohol y, debido a que no estaba residiendo legalmente en el país, fue trasladado al centro de detención del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los EE.UU.
Galeano estaba detenido cuando su hija nació.
“Mi esposa me necesita más que nunca,” dijo él, explicando ante el juez por qué merece una caución, y cómo se “convertirá en una mejor persona.”
“Haré lo mejor que pueda. No le voy a decepcionar.”
Sin embargo, el juez federal de inmigración, Matthew Kaufman, no se dejó convencer. A Galeano no se le concedió caución. Unos minutos después, Galeano tenía la cabeza entre sus manos en el pasillo afuera del juzgado, mientras la abogada que contrató su madre le informaba de sus únicas dos opciones: permanecer encerrado en el centro de detención durante varios meses hasta averiguar si el juez le deportará después de que se resuelva su caso de manejar bajo los efectos, o pedir que lo deporten ahora y volver a Venezuela, y dejar atrás a su esposa y a su bebecita.
“Mi cliente no va a querer quedarse encerrado aquí por unos seis a nueve meses,” dijo la abogada de Galeano, Lucy Laffoon, durante una entrevista posterior a la audiencia.
El caso de Galeano fue uno de más de una docena de casos tratados durante una sola mañana de octubre en el tribunal federal de inmigración, que opera en el interior de uno de los tres juzgados de paredes de concreto en el centro de detención de Aurora. Dentro de ese edificio, al que se ingresa por una entrada de seguridad, en la cual los visitantes deben dejar su licencia de conducir y celulares, el juez Kaufman decidió el destino de personas de Venezuela, Colombia, la República Dominicana, Belice, México y Pakistán.
Dependía de un intérprete de español que se sentaba a su derecha, y cuando era necesario, llamaba a un servicio federal de interpretación para pedir un intérprete a distancia, cuya voz se oía dentro del tribunal por medio de un parlante; Pashto, Urdu, y criollo beliceño eran algunos de los idiomas principales de los acusados.
Los 11 hombres y dos mujeres en el tribunal portaban sandalias estilo Croc, pantalones marrones, y camisetas, cuyo color correspondía al nivel de sus delitos. Las camisetas rojas corresponden a aquellos que están acusados de delitos más graves, seguido por anaranjado, verde, y azul. Galeano tenía una de color verde.
Unas 750 de las 1.200 personas que se encuentran en el centro de detención, tienen casos pendientes en el tribunal de inmigración, mientras que el resto espera a que el gobierno federal registre sus casos.
Un 40% de los detenidos también tienen casos penales, los cuales ya han sido resueltos o están siendo procesados en el sistema judicial penal. Los otros 60% no han sido acusados formalmente de ningún otro crimen, aparte de estar en los Estados Unidos ilegalmente.
Los abogados que trabajan en el sistema dicen que es difícil determinar por qué se ordena la detención de solo algunas personas, mientras que a otros, incluso a aquellos que se enfrentan a acusaciones similares de intentar entrar a los Estados Unidos, se les está permitido permanecer libres. Las determinaciones están hechas caso por caso; algunos son trasladados al centro de detención de Aurora por funcionarios de aduanas en la frontera de Texas y México, y otros son liberados, y se les notifica que deben comparecer ante el tribunal en Denver.
“Son las mismas personas, los mismos casos,” dijo Monique Sherman, abogada administradora del programa de detención de Rocky Mountain Immigrant Advocacy Network.
Algunas personas que están en el centro de detención, como Galeano, estaban intentando obtener un estatus legal en el país cuando fueron acusados de cometer un delito.
Un tatuaje en el cuello y una factura de electricidad de $10 mil
Para Marcos Cordero Guanuche, pudo haber sido el tatuaje que cubre su garganta lo que hizo la diferencia entre su libertad y el centro de detención.
Guanuche, que era un motociclista de entregas en su país natal de Ecuador, cruzó la frontera de EE.UU. y México en mayo y ha estado detenido en Aurora desde entonces. Él dice que no tiene antecedentes penales y le dijo al juez que si lo liberan, se iría a Austin, Texas, para vivir en el refugio sin fines de lucro llamado Casa Marianella, que proporciona vivienda para nuevos inmigrantes. Su cuñado, quien tampoco tiene residencia permanente, vive en el cercano San Antonio, y también lo ayudaría, dijo Guanuche.
“Le estoy pidiendo de todo corazón una caución mínima,” dijo él. “Acabo de llegar aquí, por la misericordia de Dios.”
Pero el juez Kaufman quería saber más sobre el tatuaje de su cuello.
“Es el nombre de mi madre”, dijo, refiriéndose a las letras gruesas de molde que deletrean ANA. “Sencillamente, quiero que ella esté presente conmigo en todo momento. Pedí que me hicieran el tatuaje para el cumpleaños de ella.”
A Guanuche, que no tenía abogado, no se le concedió caución y se le dió un mes para apelar. Un guardia de seguridad lo escoltó a su dormitorio cerrado con llave.
Fraidel Daniel Sena Cuevas, quien vino de su hogar en la República Dominicana hace casi tres años con la intención de estudiar, estaba detenido en Aurora después de ser arrestado en New Jersey por un cargo de vandalismo que surgió en una fiesta casera, que, según él, se convirtió en un “lío.” El detenido de 22 años no tenía abogado y se estaba representando a sí mismo.
Dijo que si el juez le concediera caución, volvería a vivir con su tía, quien había presentado documentos como su “patrocinadora.” Pero, en vez de presentar una constancia de pago para comprobar su empleo, la tía de Cuevas, que trabaja como cuidadora de personas mayores de edad, envió una copia de su factura de electricidad de $9.446.
“Tengo un futuro prometedor,” suplicaba Cuevas.
“¿Tiene una factura de casi $10.000 sólo para la electricidad? ¿Cómo es posible?” preguntó el juez.
La solicitud de caución de Cuevas, como todas las otras de ese día, fue denegada.
Otro detenido, Bahar Said Bacha, dijo que no tenía antecedentes penales en ningún país, pero el juez Kaufman también le denegó la fianza. Algunas de las preguntas se centraban en la manera enrevesada en la que él llegó a los Estados Unidos desde Pakistán, su país natal, donde dijo que trabajó en el sistema de vacunas contra la polio.
Salió de Pakistán hacia Abu Dhabi en los Emiratos Árabes Unidos, luego a Turquía, y después a México, donde cruzó la frontera, entrando a los Estados Unidos en julio. El abogado de Bacha compareció por medio de una pantalla de televisión, y pidió que se le conceda una fianza para que Bacha la depositara y sea liberado bajo el cuidado del amigo de su padre en Illinois. Bacha tiene la intención de solicitar asilo, dijo su abogado.
No se le concederá caución, dijo el juez Kaufman, diciéndole a Bacha, por medio de un intérprete de Pashto, que presenta un “riesgo de huir,” lo que significa que le preocupaba que, de ser liberado del centro de detención, el no comparecería ante sus procesos judiciales de inmigración.
Enfrentando una posible deportación después de 30 años en los EE.UU.
Christian De León García ha vivido en Colorado sin estatus legal desde el 1996, cuando cruzó la frontera ilegalmente a los 16 años. Nunca solicitó DACA, Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, por la cual podría haber obtenido estatus legal. Ha estado casado 10 años con una residente legal, tiene un hijo de 7 años que nació en Colorado, y gana $1.800 cada dos semanas trabajando en construcción en el Condado de Mesa, le dijo al juez.
Su esposa tiene cáncer de etapa 4 y no se espera que viva por mucho más tiempo. Ella está demasiado enferma para poder trabajar, lo que les dificulta poder pagar su renta, dijo García, limpiándose las lágrimas de los ojos y la nariz con un pañuelito.
García estaba en camino al trabajo en Grand Junction hace pocas semanas, cuando lo detuvieron agentes de inmigración. Fue condenado a libertad condicional en 2023, después de ser acusado de amenazar a un amigo con un arma, y se declaró culpable como parte de un convenio para evitar ir a la cárcel. Su abogada conjeturó que un ciudadano particular llamó a ICE, ya que en Colorado, un supuesto “estado santuario”, los departamentos de libertad vigilada generalmente no cooperan con agentes federales de inmigración.
“Mi hijo me necesita,” suplicó Garcia.
“Es nada probable que mi cliente huya,” dijo su abogada, Shana Velez. “Ha estado aquí 30 años.”
Mientras Garcia rogaba quedarse, un grupo de detenidos, recluidos en el centro de detención desde que llegaron a los Estados Unidos desde Sudamérica, abandonaron sus casos de inmigración y le pidieron al juez que ordenara sus deportaciones.
Entre ellos estaba Andrany Antique-Padrino, de Venezuela, que fue detenida por las fuerzas de protección fronteriza de los EE.UU. al intentar cruzar ilegalmente desde México hace casi un año. Jugueteaba con sus rizos rubios descoloridos mientras estaba sentada, sola, en una mesa ante el juez, diciéndole que no contaba con los fondos para contratar a un abogado, y renunció a su derecho de aplazar su audiencia para buscar un abogado de servicios gratuitos, en una lista que se le proporcionó.
“¿Cuánto tiempo tomará hasta que me deporten?” preguntó ella. Era su única pregunta.
“No lo sé,” contestó el juez. “Eso no me incumbe a mí.”
El centro de detención es tan “miserable” que algunos piden ser deportados
Aparte de ordenar la deportación de Antique-Padrino de regreso a Venezuela, el juez Kaufman ordenó otras dos deportaciones, las de unos ciudadanos de Venezuela y Colombia. Cada una de las tres personas respondió “No” cuando el juez les preguntó si temían volver a sus países natales, lo cual es la respuesta opuesta a la de los inmigrantes que solicitan asilo.
Algunas personas que están detenidas en el centro de detención, un edificio marrón rodeado de depósitos industriales en el norte de Aurora, viven en condiciones tan miserables que dicen que no temen volver a su país, aunque sea mentira, dijo Sherman, quien trabaja para la organización de defensa para inmigrantes. Sus clientes le han dicho que han visto gusanos en su comida y que no se les proporciona asistencia médica cuando están enfermos o sufren de algún dolor. Otros “desarrollan problemas significativos de salud mental” durante su reclusión, dijo ella.
Los detenidos en Aurora duermen en compartimentos similares a los de una prisión de dos pisos, con celdas en ambos pisos. Unas 80 personas residen en dichos compartimentos, y tienen salas comunes donde pueden ver televisión y participar de juegos. Las personas detenidas pueden usar los teléfonos para llamar a abogados o parientes, pero el contratista que opera el centro de detención, el GEO Group, les cobra por cada llamada telefónica, y, por lo tanto, tienen que tener dinero en su cuenta o llamar por cobrar.
El costo de las llamadas telefónicas es un asunto delicado para los abogados y defensores de inmigrantes, quienes también han afirmado varias veces en los últimos años que el centro de detención es inseguro e inhumano. En 2018, el American Immigration Council y la American Immigration Lawyers Association presentaron una demanda pública, acusando al centro de incumplir con la obligación de proporcionar asistencia médica y de salud mental. La demanda se centraba en la muerte de un detenido en el 2017 que murió por infarto dos semanas después de que lo detuvieran agentes de ICE.
Este otoño, la familia de un solicitante de asilo que murió en el centro de detención en 2022, presentó una demanda de muerte por negligencia contra el contratista privado que administra el centro, cuyo presupuesto de operación era de $43.8 millones el año 2023. Melvin Ariel Calero Mendoza, de 39 años, murió por una embolia pulmonar causada por una lesión de fútbol en la pantorrilla, que, según se alega en la demanda, no recibió atención por semanas.
Vivir en el centro de detención, para algunos, es peor que la persecución que ellos enfrentaban en su país natal, dijo Sherman.
“Cuando uno habla con ellos, averigua que hay una mínima cantidad de detenidos que no tienen temor de regresar a su país,” dijo ella, mencionando, además, que si no sintieran temor, no hubieran hecho el viaje. “Uno sencillamente no afronta todo eso si no tiene temor. Los humanos no hacemos eso. Estamos programados para mantenernos vivos.”
Otras personas que trabajan en el sistema judicial inmigratorio tenían diferentes opiniones sobre por qué las personas en el centro de detención pedían, después de haber viajado durante meses por una selva, cruzando ríos y subiéndose a peligrosos ferrocarriles para llegar a los Estados Unidos, una deportación inmediata. Quieren volver a su hogar para poder intentar cruzar la frontera de nuevo, y, esta vez, sin que sean detenidos, dijeron funcionarios federales.