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La locura compartida de Rafa Nadal

Autor: Rafa Cabeleira

Aunque cueste creerlo, Rafa Nadal y yo tenemos algo en común más allá del nombre de pila y la nacionalidad española. Me refiero a la absoluta falta de control sobre nuestras cejas, del todo independientes, capaces de moverse arriba y abajo sin motivo aparente y dibujar arcos imposibles por sí solas, como perfectas embajadoras de nuestros distintos estados de ánimo. A Carlo Ancelotti le pasa más o menos lo mismo, aunque en su caso, como italiano que es, uno nunca sabe dónde terminan las cejas y dónde arranca el flequillo.

Cuántas veces le habrán dicho a Rafa Nadal que no ha tenido España mejor embajador que él. Muchas más que a Pau Gasol, seguro. Y hablamos de otro gigante al que la gente suele repetirle una y otra vez las mismas cantinelas porque, entiendo yo, te ves frente a frente con el mito y no sabes muy bien ni qué decir. Hace años, sobrepasados como estábamos por el revés de la pandemia, se publicó en Expansión un artículo en el que se apostaba por un gobierno de ilustres donde Rafa Nadal figuraba como ministro de Exteriores, aunque en el texto ya se especificaba que sus nuevas atribuciones debían ser compaginadas con la gloria sostenida en Roland Garros. Y es que, a su alrededor, que no a su abrigo, siempre han florecido todo tipo de locuras.

Ya lo dijo Roger Federer en su carta de despedida: “Estaba en la cima del mundo hasta que en Miami entraste en la cancha con tu camiseta roja sin mangas, mostrando esos bíceps, y me ganaste de manera convincente”. Por pura amistad no dijo nada de los pantalones pirata, que atormentaron a una generación entera de madres y parejas de gustos refinados. Porque al menos hubo un verano en el que todos quisimos vestir como aquel joven Rafa Nadal. Y eso fue el verano en que Francia debió invadirnos y poner cierto orden en nuestra vestimenta, pero no lo hizo. Y lo que ocurrió después fue que Nadal los conquistó a ellos y desde entonces no hacen más que darnos las gracias, como si el resto del país tuviésemos algún mérito en la carrera imposible del mallorquín, como si por gritarle “¡Vamos, Rafa!” hubiésemos inventado la fórmula de la nueva Coca-Cola.

Todos hemos visto a reponedores de supermercado alineando los botes de refrescos a imagen y semejanza de como lo hacía Rafa (a estas alturas ya siento como una especie de confianza, que Dios me perdone). Y también hemos creído descubrir sus mañas en agentes de tráfico que se tocaban doscientas veces la cara mientras decían: “Buenas tardes. Carné de conducir y documentación”. Hasta algún camarero se atrevía a aliviar la opresión trasera del pantalón mientras apuntaba la comanda. Y tan entregados estábamos a la nadalmanía que no nos importó. Todo esto provocaba, casi sin pretenderlo, un tenista que se había presentado ante el mundo como sobrino de un conocido futbolista al que pronto traicionó en colores para apuntarse a la fe demoledora del madridismo.

Rafa Nadal deja el tenis profesional apenas un tiempo después de que el tenis profesional lo dejase a él. El cuerpo humano tiene sus límites y con Nadal aprendimos que tratar de estirarlos eternamente tiene más de crueldad que de dedicación, por mucho que todos entonásemos el clásico tócala otra vez. Se va Nadal agradeciendo al mundo su cariño y atención, con la ceja enarcada en un gesto de fastidio y la vitrina llena de honores. Se acabó, ahora sí, la bendita locura de la que todos, algún día, creímos participar.

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