A la conclusión del partido del pasado domingo en el Reale, Imanol, en la conferencia de prensa posterior al mismo, lo calificó de “partido de Champions”, dado el nivel exhibido por su equipo y la entidad del rival. Probablemente su colega Hansi Flick no estuviera tan de acuerdo a la hora de ponderar el trabajo de los suyos, muy alejados de los estándares de calidad mostrados hasta ese día.
O sea, que asistimos a un partido de Champions, pero en el que sólo uno de los contendientes respondió a las exigencias de un choque de esa envergadura, mientras que al otro aún se le espera. La Real de Imanol se miró en el espejo de temporadas pasadas y volvió a ser ese equipo grande que tantos elogios suscitó. Y fue a aparecer cuando menos se le esperaba, después de un tramo inicial de temporada errático, marcado por la irregularidad, y cuando el Barcelona replicaba, partido tras partido, su aplastante superioridad sobre cualquier rival que se cruzara en su camino.
Porque seamos honestos con nosotros mismos, antes del partido casi nadie concedía crédito a esta Real Sociedad, ni siquiera su propia gente, y sé de qué estoy hablando, y el único escenario que se contemplaba como aceptable era el de una derrota indolora, de esas que se denominan eufemísticamente “derrotas dignas”. Pocas veces en los últimos años habíamos asistido a unos preliminares más sombríos, con la cátedra unánimemente decantada del lado blaugrana, sin apenas concesiones para la sorpresa.
Pero ahí reside la grandeza de este juego, en que nadie puede predecir a ciencia cierta el resultado final. No sé cuánto creía realmente Imanol en las posibilidades de los suyos, pero lo que sí hizo fue trabajar a conciencia sobre la pizarra, tratando de hallar la fórmula que desactivara el arsenal ofensivo del Barcelona. Y lo logró ¡Vaya si lo logró! El Barça llegaba a Anoeta con unos números de escándalo, ante los que la Real sólo podía ofrecer unos registros modestos. Pero con lo que no contaban los visitantes era con que la Real se vestiría para la ocasión con el traje de Champions.
Un octavo sabor premio
Tras la victoria frente al Barcelona, la Real Sociedad alcanza la octava posición en la tabla. Dicho así, sin más contexto, parecería una formulación carente de atractivo. El equipo de Imanol lleva cinco años instalado en la planta noble de la clasificación, y todo lo que no sea eso, parece una menudencia. Pero si añadimos encuadre y recordamos que se trata de la mejor fotografía del equipo en lo que llevamos de temporada, la cosa cambia un poco. Porque hace tan sólo un par de jornadas, los agoreros apuntaban hacia abajo y exhumaban viejos recuerdos de un pasado claramente superado. Esta Real podrá no rendir siempre en niveles de excelencia, pero está dotada de una estabilidad que la torna fiable. Las cosas podrán ir mejor o peor, pero nunca tan mal como para perder el norte.
Este equipo se ha ganado el derecho a ser respetado, incluso cuando pintan bastos, porque todos sabemos o deberíamos saber a estas alturas, que está inmunizado contra la adversidad. Ha sentado unas bases que son firmes y resistentes. La fachada del edificio podrá ser más o menos hermosa, pero la estructura del mismo es robusta y resiste los embates cotidianos.
Un castigo improcedente
La decisión de ubicar el partido de Copa contra el Jove tres días antes del derbi de San Mamés no ha caído nada bien en el seno de la Real Sociedad. El club donostiarra se vio obligado a aplazar el partido de Copa por las desgraciadas circunstancias que todos conocemos, y como solución al problema planteado se castiga a la Real con una fecha de todo punto improcedente. Algo no funciona bien.
Viajar, pero seguro
Se ha hablado poco del magnífico comportamiento de los 800 realzales desplazados hasta Pilsen. Últimamente sólo hablamos de los incidentes provocados por los aficionados de aquí o de allá, pero es momento de poner en valor la conducta de los aficionados, los nuestros y los rivales, que permitieron que la convivencia en tierras checas durante las horas previas y posteriores al partido fuera extraordinaria.
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