En las elecciones presidenciales de Estados Unidos se enfrentaron dos narrativas de campaña contrapuestas. La Demócrata se organizó principalmente en torno a ideas y valores (una democracia amenazada por Donald Trump); la Republicana, en torno a problemas concretos (el estado de la economía y el control de la inmigración).
Hoy sabemos cuál de las dos estrategias tuvo más influencia en el comportamiento electoral de los norteamericanos.
Mientras se terminaban de contar los votos, la victoria de Donald Trump asoma más decisiva de lo que vaticinaba cualquier pronóstico. Con alta probabilidad ganó en los siete estrados bisagra de esta elección, reeditando la alianza geográfica que lo había depositado en el poder en 2016 entre los estados del Sur más el cinturón de óxido del Medio Oeste.
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Sin embargo, la victoria del martes pasado poco se parece a la de ocho años atrás. Donald Trump consolidó su núcleo de votantes -hombres blancos sin título universitario de distritos rurales- pero también amplió las fronteras de su base electoral -obtuvo ganancias significativas en jóvenes y minorías étnicas como afroamericanos, asiáticos y, principalmente, latinos. Su coalición, hoy, es mucho más robusta y diversa que la del 2016.
Desde esta óptica, la elección de este martes entraña un realineamiento profundo de la política estadounidense. Desde la irrupción de Barack Obama a la arena nacional, el Partido Republicano se vio atrapado en un laberinto. Representantes de una Estados Unidos blanca, protestante y rural en un país cada vez menos blanco, protestante y rural, los republicanos pasaron a concebir al cambio demográfico como una amenaza directa a su proyecto de poder.
En 2016 salieron de ese laberinto “por arriba” (movilizando al votante blanco que había empezado a percibir una pérdida relativa del status de su grupo racial). Pero en 2024, su regreso a la Casa Blanca se habrá dado a partir de la articulación de una coalición mucho más heterogénea.
Según datos del Financial Times, en comparación al 2020 Trump creció 10 puntos porcentuales entre los afroamericanos y en torno a 20 puntos en asiático-americanos y latinos. En este último segmento de electores, los republicanos cosecharon casi la mitad de los votos.
Así, estas elecciones parecen clausurar la era Obama del destino manifiesto de la demografía. Una época en el que la identidad condicionaba el voto y llevaba a los dos grandes partidos a buscar apoyos en peceras alternativas (los Republicanos casi exclusivamente entre los blancos sin título universitario; los Demócratas en una miríada de electores que les permitieran construir una coalición variopinta y diversa).
Por lo demás, con su triunfo, Trump ha permitido concretar una operación política cargada de astucia. Su liderazgo logró reinventar al Partido Republicano, que sigue siendo el partido de la elite (la gran continuidad con los republicanos tradicionales es la baja de impuestos a ricos) pero ahora se presenta eficazmente como una fuerza disruptiva, anti-establishment y pro-trabajadora. Esa operación, en paralelo, pone al Partido Demócrata ante su mayor crisis de las últimas décadas, en tanto que deberá revisar a quiénes y con qué herramientas discursivas aspira a representar.
Más allá de las elecciones del 5 de noviembre, ¿qué esperar de la segunda presidencia de Trump? 2024 no es 2016. Hace 8 años Trump ganó por una diferencia mínima, el poder estaba más dividido y todavía existía cierta dependencia de sectores moderados del Partido Republicano. Ahora, el neoyorquino obtuvo una victoria contundente (es el primer Republicano que gana el voto popular en 20 años), controlará el Congreso y la Corte Suprema y administrará la Casa Blanca con un partido moldeado a su imagen y semejanza: si en su primer mandato su entonces vicepresidente, Mike Pence, era un ex gobernador de Indiana representante de los sectores moderados republicanos, lo que le daba una autonomía relativa, ahora su acompañante de fórmula es un senador ignoto de 40 años que en muchas agendas aparece como ideológicamente más radical que el propio Trump.
Piden enjuiciar a Donald Trump por el asalto al Capitolio
Con el recuerdo fresco del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, entonces, hay que prepararse para una presidencia que desafíe mucho más abiertamente a las instituciones democráticas en un país muy acostumbrado a (y diseñado para) fragmentar y diluir el poder político.
Por primera vez en 120 años, en Estados Unidos se registran tres derrotas consecutivas de candidatos oficialistas (2016, 2020 y 2024).
Los problemas de los gobiernos para revalidarse en las urnas son una muestra inconfundible de la furia nihilista y las pasiones tristes que imperan no solo en la sociedad norteamericana, sino en gran parte de Occidente.Es improbable que esas ansiedades, sobre las cuales se ha sabido montar Trump para acceder al poder, se mitiguen con su segunda presidencia.
*Politólogo, Universidad de Buenos Aires