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“Hoy, los demócratas comprenden que el pueblo de EE. UU., o al menos la mitad, sí es como Trump”: Mauricio García Villegas
Foto: EFE – GRAEME SLOAN
Donald Trump ha sido, durante más de una década, el dolor de cabeza de los demócratas. Hoy, con la derrota de Kamala Harris, ese dolor se ha convertido en depresión. Hace cuatro años, la victoria parecía fácil. Era cuestión, creían los demócratas, de sobreponer la decencia a la deshonestidad, y listo: la gente entendería y votaría por ellos, el partido de la gente decorosa, y rechazaría en masa a Trump, con sus mentiras recurrentes, su cinismo de rico poderoso, sus ultrajes a las mujeres y su desprecio por las instituciones. Creyeron que bastaba con lo que Harris les dijo a sus electores durante toda la campaña presidencial: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, no somos como Trump” (We, the people of the United States, are not like Trump). Hoy, cuando los demócratas se lamen sus heridas, comprenden que el pueblo de los Estados Unidos, o al menos la mitad, sí es como Trump.
Hay una manera menos simplista de ver esa derrota. En la mente de todos los seres humanos se libra una batalla emocional entre dos yoes: uno que enarbola las banderas de la racionalidad, la cooperación y la tolerancia, y otro que enarbola las banderas de la voluntad indomable, sin contemplaciones morales, que apoya a su líder porque cree que los que ganan son los mejores. Ambos laten en el pecho de todos los seres humanos (demócratas y republicanos por igual) y ambos están en las sociedades, que son entes emocionales, como los individuos. Dos advertencias: la primera es que en cada persona y en cada sociedad hay un personaje dominante, pero eso puede cambiar porque la primacía de uno sobre el otro depende, en buena medida, de las circunstancias, que son como los gatillos de las emociones; la segunda, que es fácil decir que el personaje racionalista es el bueno y el voluntarioso el malo, lo cual puede ser así, pero el asunto es mucho más complicado.
Esa tensión también palpita en la cultura occidental y se ve reflejada en sus pensadores desde el siglo XVIII, por lo menos. De un lado está Condorcet, quien estaba convencido de que la verdad y el entendimiento entre los seres humanos preservaría las generaciones futuras de la barbarie. “Todos los pueblos del mundo”, decía, “están unidos por una cadena irrompible de verdad, felicidad y virtud”. Del otro lado está Nietzsche, con sus alabanzas al “superhombre”, al líder que ha superado las restricciones de la “moral de rebaño”, que crea sus propios valores de expansión y dominio. Condorcet y Nietzsche luchan por imponerse en nuestro yo y también en la cultura occidental. El primero representa los ideales de la Ilustración; el segundo, los del Romanticismo. De un lado obra la racionalidad, el entendimiento entre culturas y la paz; del otro lado actúa la voluntad del líder contra las fuerzas que se oponen a sus designios. Un líder que entiende y representa a su pueblo resentido. Es una caricatura, lo sé, pero tiene mucho de cierta.
Me temo que los románticos, en compañía de Nietzsche y de sus herederos (el existencialismo, el posmodernismo, el comunitarismo), están ganando esta pelea sempiterna. No de otra manera se puede explicar el mundo de hoy, en el que los populistas son electos democráticamente. Las emociones tristes, como el odio, el resentimiento y la envidia, se apoderan de la política; la defensa de las identidades grupales opaca los ideales cosmopolitas, empezando por la defensa del medio ambiente y la paz mundial, y la convicción de que todo anda mal se apodera de los jóvenes.
Perdón por estas elucubraciones algo abstractas. Hoy, un día después de la derrota demócrata, estoy tratando de entender, tal vez para escamotear la desesperanza. ¿O será peor?