Donald Trump ha ganado las elecciones en Estados Unidos. Se ha adjudicado los Estados clave de Pensilvania, Wisconsin, Georgia, Carolina del Norte y otros 23 territorios, dándole suficientes votos para exceder los 270 votos que requiere para ganar el colegio electoral.
En su primer discurso posterior a las elecciones del miércoles 6 de noviembre, Trump adoptó un tono conciliador, pidiendo sanar las heridas de la división. Sin embargo, Estados Unidos es hoy una nación más dividida que quizás en cualquier otro momento de su historia reciente, y es probable que esas divisiones se intensifiquen aún más en los próximos cuatro años.
El proceso de polarización política en Estados Unidos ya está muy avanzado y ha ido acelerándose durante más de dos décadas. En cierto sentido, no es algo nuevo. De hecho,el sistema bipartidista de Estados Unidos, que desfavorece fuertemente a los candidatos de terceros partidos, es inherentemente polarizador.
Sin embargo, las recientes elecciones presidenciales, incluidas estás últimas, han intensificado ese fenómeno a niveles no vistos en generaciones. Vale la pena alejarse un poco del análisis electoral detallado para considerar lo que el proceso continuo de polarización podría significar para el futuro de la democracia estadounidense.
Un bipartidismo que no coopera
Si bien es algo normal en un sistema político bipartidista, el tipo y la intensidad de polarización política que hemos visto desde la controvertida elección entre George W. Bush y Al Gore en 2000 prácticamente no tiene precedentes en tiempos de paz en Estados Unidos.
Por un lado, observamos una fuerte disminución en la cooperación bipartidista o entre partidos en el Congreso, como lo indican los resultados de los índices de bipartidismo del Lugar Center y la McCourt School of Public Policy de la Universidad de Georgetown, que califica el año 2023 como uno de los menos bipartidistas en el Congreso en los últimos 30 años.
Pero, más significativamente, hemos visto el auge de formas de discurso político que no solo enfrentan políticas competidoras, sino que tienden a socavar la legitimidad del régimen en su conjunto. Por ejemplo, en los últimos años, hemos escuchado un discurso que pone en duda la integridad del proceso electoral de EE. UU. o trata a los candidatos del “otro lado” no solo como adversarios políticos, sino como una amenaza fundamental para la democracia estadounidense.
Este tipo de declaraciones deslegitimadoras, que ciertamente no eran típicas en la política presidencial estadounidense del siglo XX, ahora se están convirtiendo en algo común en ambos lados de la división política entre republicanos y demócratas.
El asalto al Capitolio de EE. UU. el 6 de enero de 2021 por partidarios de Trump descontentos con la elección de Joe Biden, aunque obviamente llevado a cabo por una pequeña minoría de ciudadanos, se ha convertido en un símbolo de la crisis de legitimidad que enfrenta el régimen estadounidense.
Una encuesta de Reuters/Ipsos realizada en mayo de 2024 encontró que dos tercios de los estadounidenses creían que las elecciones de este año podían dar lugar a violencia, mientras que solo el 47 % de los republicanos dijo estar confiado en que los resultados de las elecciones de noviembre serían “precisos y legítimos”.
Mientras tanto, la campaña de Harris ha hecho grandes esfuerzos para presentar a Trump como una grave amenaza para la democracia estadounidense.
Una retórica política deslegitimadora
Las dudas sobre la integridad del proceso electoral o el compromiso de los candidatos con los valores democráticos, especialmente en la medida en que resuenan con un gran número de ciudadanos, son profundamente significativas. Apuntan a la consolidación de un nuevo modo de retórica política deslegitimadora y parecen presagiar un creciente nivel de desilusión pública con el proceso democrático.
La legitimidad no se trata solo de si las elecciones siguen o no el procedimiento adecuado o si los candidatos sirven o no al bien común; también se trata de si las elecciones, leyes y políticas son percibidas por los ciudadanos como procedentes adecuadamente y alineadas con sus propios derechos e intereses básicos. Así, los ciudadanos sienten que deben respetar los resultados políticos que no les gustan por respeto al proceso democrático. En la medida en que los ciudadanos dejan de creer en la legitimidad del régimen político, se erosiona su capacidad para comandar su lealtad y el fin del régimen se vislumbra en el horizonte.
Ningún presidente, por diplomático o hábil que sea, puede esperar razonablemente solucionar un problema de esta magnitud, ya sea con un discurso conciliador o una orden ejecutiva.
Por supuesto, un orden constitucional no suele colapsar en un solo día, un año o una década. Generalmente se erosiona gradualmente, y el pleno significado de los cambios en cuestión puede no ser ampliamente entendido hasta que el proceso ya esté bien avanzado.
No estoy sugiriendo que los EE. UU. estén al borde de un colapso del régimen. Sin embargo, para un observador político atento, un cambio en el tono del discurso público hacia un modo de retórica deslegitimadora es alarmante y podría presagiar un mal augurio para la resiliencia a largo plazo del régimen.