En Washington ya nada escapa a la polarización, incluso en temas de política exterior. Entre Donald Trump y Kamala Harris hay diferencias abismales sobre Ucrania, la OTAN o la diplomacia climática. El resto del mundo lo sabe y actúa en consecuencia. De ahí, en parte, las enormes dificultades de la administración Biden para alcanzar grandes acuerdos multilaterales. Sin embargo, el terremoto político trumpista no sólo ha causado división social, crisis institucionales y pérdida de prestigio en el exterior. De manera sorprendente, también ha logrado construir nuevos consensos.
Un buen ejemplo es el programa de rearme militar. En 2019, Trump obtuvo el apoyo de 86 senadores para incrementar el gasto militar a máximos históricos. Sólo ocho senadores —cuatro demócratas y cuatro republicanos— votaron en contra. Ya con Trump fuera de la Casa Blanca, el presidente Biden asumió varias iniciativas de su predecesor. Se aceptó la estrategia de los Acuerdos de Abraham, que priorizaban normalizar las relaciones entre Israel y varios países árabes a costa de marginar a los palestinos. También se mantuvo el retorno de Cuba a la lista de Estados patrocinadores del terrorismo y las consiguientes sanciones, agravando así la crisis humanitaria y migratoria de la isla.
Trump se mostró incluso más hábil al sumar a los demócratas a su cruzada contra China. En las elecciones de 2016, el debate sobre política exterior parecía ofrecer una alternativa clara: en esencia, los demócratas se presentaban como el partido antirruso y los republicanos, como el antichino. En las elecciones de 2020 y 2024, el debate sobre Rusia se mantiene abierto, pero sobre la relación con China reina el consenso: demócratas y republicanos consideran a Pekín como la principal amenaza a los intereses estadunidenses.
¿En qué momento se torcieron las relaciones bilaterales? Por sorprendente que parezca hoy, lo cierto es que a finales de la Guerra Fría los dos grandes países, alentados por la hostilidad compartida hacia la Unión Soviética, se comportaban, en la práctica, como aliados. En los años noventa, las relaciones comerciales se intensificaron, culminando con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio a principios de siglo. Durante el auge de la globalización neoliberal, el papel de China como fábrica del mundo ayudó a Estados Unidos a combinar crecimiento económico y baja inflación. También resultó útil para debilitar al movimiento obrero con amenazas de deslocalización y para mantener los equilibrios económicos con el exterior por las compras chinas de deuda estadunidense. Sin embargo, la permanencia del sistema político comunista y, sobre todo, la intensidad del crecimiento económico chino tenía que acabar despertando las suspicacias de Washington.
En 1995, Estados Unidos aportaba el 25% de la producción manufacturera mundial, mientras que China fabricaba menos del 5%. El año pasado, China producía el 30% y Estados Unidos, el 17%. Por su parte, los recelos de China hacia la hegemonía estadunidense surgieron a raíz de la invasión de Irak en 2003 y el inquietante mensaje que esta parecía entrañar sobre el endeble respeto a la soberanía nacional. Durante la presidencia de Obama se habló de la necesidad de desplazar el foco de la política exterior hacia el Pacífico, con el objetivo de contrarrestar la creciente influencia china. Esta era la intención poco disimulada del fallido Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), firmado en febrero de 2016 por once países de la región —incluido México— y liquidado por Trump en 2017.
La administración Trump cambió la perspectiva y magnitud de la hostilidad hacia China. Junto al incremento del gasto militar, el presidente republicano empezó una guerra comercial, rompiendo uno de los tabús más sagrados de la diplomacia estadunidense de las últimas décadas. Según los pronósticos de destacados economistas y políticos demócratas, el conflicto comercial con China tenía que haber provocado una catástrofe económica de proporciones bíblicas. No fue así. Ante la nueva realidad, los demócratas cambiaron de opinión y aprobaron de manera discreta la estrategia del nacionalismo económico trumpiano para lidiar con China. Tras ganar las elecciones en 2020, Biden no sólo mantuvo las medidas proteccionistas contra las importaciones chinas, sino que también impuso nuevas y numerosas restricciones a las exportaciones tecnológicas.
La consecuencia inevitable del nuevo consenso antichino es que apenas hay dardos envenenados entre los candidatos sobre China porque no hay discrepancias significativas. El consenso en los objetivos y formas de tratar al gigante asiático lo convierten en el elefante en la habitación, tan relevante como ignorado. Y, sin embargo, de los tres puntos calientes que podrían provocar una nueva guerra mundial —los conflictos entre Rusia-Ucrania, Israel-Irán, China-Taiwán—, el del Estrecho de Taiwán es, de forma paradójica, el menos sangriento y, a la vez, el más peligroso. Según informes de inteligencia estadunidense, China está preparándose para una invasión militar de la isla a finales de la década.
¿Es inevitable una confrontación militar entre la República Popular China y Estados Unidos? En principio, no debería serlo. Para empezar, no hay ánimo para luchar. Los votantes, demócratas y republicanos por igual, están cansados de guerras lejanas. La victoria de Trump en las primarias de 2016 no se entiende sin la desafección de sus votantes por el fiasco de la invasión de Irak en 2003. La salida desordenada y caótica que Biden ordenó en Afganistán hubiera sido impensable sólo unos años antes. Además, como señaló recientemente Ben Rhodes, asesor de seguridad nacional en la administración Obama, Estados Unidos no está obligado por tratados internacionales a intervenir en Ucrania, Israel o Taiwán. A la juventud estadunidense no se la ha preparado para ir a combatir en esos lares.
En el caso de Taiwán, la solución diplomática parece bastante sencilla. Según el historiador Odd Arne Westad, bastaría con reafirmar principios que tanto la diplomacia estadunidense como la diplomacia china han expresado antes. Estados Unidos debería insistir en el contenido de su Comunicado de Shanghái de 1972, cuando aceptó, entre otras cosas, que Taiwán formaba parte de China. Por su parte, Pekín siempre ha asegurado que su objetivo consiste en reunificar la isla por medios pacíficos. La amenaza de una intervención militar china debería limitarse al hipotético caso de que las autoridades en Taiwán emprendieran medidas formales hacia la independencia.
La solución diplomática puede evitar el estallido de la guerra, aunque la causa subyacente —la competencia entre ambos países— quizá perdurará durante mucho tiempo. Parte del problema es que la historia del crecimiento económico chino plantea cuestiones incómodas para Washington. Se acusa a China de haberse enriquecido saltándose las normas de la globalización neoliberal, con subsidios gubernamentales a grandes empresas nacionales y violando el derecho a la propiedad intelectual. La opinión pública mundial, en especial en los países del sur global, no parece muy convencida de la gravedad de estas acusaciones.
Quizás uno de los momentos más interesantes de la historia del auge chino se dio en 2017, cuando el periódico británico Financial Times publicó un reportaje sobre los salarios reales en China y los comparó con los de América Latina. Salvo Chile, los trabajadores chinos gozaban de mejores salarios que todos los países de la región, incluidos Brasil, Argentina y México. La noticia rompía con el relato dominante por el que se atribuía el crecimiento económico chino a los bajos salarios y la ausencia de sindicatos independientes. De hecho, el interés por la historia económica de China no se limita a los países que buscan estrategias de desarrollo; el uso de herramientas de planificación económica para la transición energética puede resultar útil e interesante para todo el mundo, incluido Estados Unidos. En particular si los demócratas logran derrotar al trumpismo en las urnas y asumen que, para evitar nuevas guerras y mayor calentamiento global, más vale cooperar que competir.
Andreu Espasa
Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona