En muchos aspectos, la diplomacia se parece bastante a su propia caricatura. Sus protagonistas le prestan una dedicación extrema a las formas, se integran en una red internacional muy parecida a una suerte de logia global y desarrollan estrategias que, por su duración, suelen exceder las gestiones de los gobiernos. Además, los diplomáticos son, acaso junto a la estructura de la recaudación de impuestos, la primera burocracia gubernamental que se consolidó en los estados del mundo y eso les generó el proverbial recelo que casi siempre despiertan entre los políticos que llegan al poder por el voto de la gente.
Todo eso es cierto, pero también es verdad que ese panorama tiene una explicación: la política internacional -el circo en donde se mueven estados soberanos- tiene reglas distintas a las de la política doméstica, en la que un grupo de sujetos compiten por representar intereses más o menos mayoritarios.
Esa contradicción explotó en el episodio del despido de Diana Mondino de la Cancillería. A pesar de que nunca se sintió una diplomática, Mondino hizo lo que tiene que hacer una canciller. Votó en las Naciones Unidas defendiendo los intereses y la posición estratégica de la Argentina.
Es probable que Milei considere que votar en contra de un bloqueo que impulsa Estados Unidos es votar a favor de una suerte de “casta diplomática”, pero lo cierto es que ya nadie en el mundo, excepto los dirigentes del exilio cubano en Florida, está a favor de esa medida.
Según fuentes de la Cancillería, la Argentina iba a votar contra el bloqueo a Cuba y también iba a votar a favor de una condena al régimen cubano por las violaciones a los derechos humanos que ocurren en la isla.
Esa clase de paradojas ocurren con frecuencia en la diplomacia y se pueden explicar incluso apelando a los parámetros de la doctrina libertaria, porque son dos posiciones que promueven tanto el libre comercio como los derechos humanos.
En Washington, esas sutilezas se entienden. De hecho, Estados Unidos nunca le reclamó a Argentina apoyo en la votación que enojó a Milei. No lo pidió ahora y tampoco en los gobiernos anteriores.
En ámbitos como las Naciones Unidas, esas conversaciones ocurren todo el tiempo, y resoluciones con un apoyo tan abrumador requieren semanas o meses de preparación.
¿Por qué, si Estados Unidos ni siquiera pidió apoyo, Milei tomó la decisión de echar a Mondino, una funcionaria que, al menos hasta esta semana, siempre se encolumnó con lo que le pidió el Presidente? Como siempre, esa pregunta tiene respuestas distintas cuando cambia el interlocutor.
Sí está claro que Milei cree que la política exterior se puede manejar con el mismo método que aplica a otras materias.
Hay algo más grave, incluso, que es esa idea que presentó el propio Gobierno, para hacer una especie de auditoría a los diplomáticos de la Cancillería, para saber si están alineados con las ideas del Presidente. ¿Qué clase de auditoría sería esa? ¿Una indagación sobre las ideas de los funcionarios? Un Presidente puede tener las ideas que él prefiera. Puede pedir que las políticas de un organismo se encolumnen con sus proyectos. De ahí a montar una policía del pensamiento hay un océano de distancia.