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San Sebastián 2024: crítica de “The Last Showgirl”, de Gia Coppola (Competición) – Micropsia

Autor: Micropsia

San Sebastián 2024: crítica de «The Last Showgirl», de Gia Coppola (Competición)

Pamela Anderson interpreta a una bailarina de Las Vegas que lidia con tener que conseguir otro trabajo cuando el show en el que baila hace décadas baja el telón.

Si uno pudiera cruzar, como en una fórmula, el mundo de películas como EL LUCHADOR, de Darren Aronofsky y Mickey Rourke, con una estética más cercana a la del cine de Sean Baker, se toparía con algo más o menos similar a THE LAST SHOWGIRL, una película acerca de una bailarina de Las Vegas —interpretada nada menos que por Pamela Anderson– que se enfrenta a su propia obsolescencia, tanto por su edad como por los cambios en «la ciudad que nunca duerme». Es una película triste y melancólica sobre los submundos del detrás de escena de espectáculos que, pese a tener momentos honestos y logrados, se siente demasiado de fórmula, como si su tema y su modo de narrar ya estuvieran probados desde antes.

Ya la elección de la ex BAYWATCH como protagonista tiene algo de «fórmula», una que va de festivales a premios o nominaciones en una suerte de práctica usual del Hollywood «indie» de cada año. Anderson está muy bien, pese a sus limitaciones, en el rol de una mujer que se acerca a los 60 años y que se da cuenta que, al bajar el telón del show de cabaret clásico en el que baila hace décadas, es muy improbable que pueda seguir trabajando en lo suyo. Es el rol de su vida para Pamela: anda casi todo el tiempo sin maquillaje, despeinada, vive en una casa muy modesta en las afueras de la ciudad y, salvo cuando se prepara para salir al escenario, se viste de entrecasa como cualquier vecina de barrio.

Shelly ha tomado algunas decisiones que la metieron en problemas a lo largo de su vida, pero lo más sólido que siempre ha tenido es el Razzle Dazzle, el show modelado en base al viejo cabaret francés, al que cada vez va menos gente. Allí comparte con un siempre cambiante grupo de coristas –las jóvenes con las que se junta ahora las interpretan Kiernan Shipka y Brenda Song– y tiene como permanente «compañero de aventuras» a Eddie (Dave Bautista), el stage manager del show, un hombre con pinta de buen tipo y amable pero con el que claramente han sucedido cosas en el pasado.

Las relaciones más fuertes, de un modo u otro, las tiene con dos personas muy distintas. Una es Annette, una ex showgirl, como ella está a punto de serlo, que ahora sirve cócteles en los casinos de la ciudad. Interpretada por una excesiva y sobrepasada Jamie Lee Curtis, tanto en aspecto y maquillaje como en intensidad de actuación (algo que le sucede también en THE BEAR), Annette es su compinche y en cierto modo el espejo en el que se ve reflejada, le guste o no. Por otro lado está su hija, Hannah (Billie Lourd), con la que tiene muy poca relación y que está en la universidad. El intento de reconectar con ella –relación que se vio afectada por su dependencia del show– será el otro eje central de la historia.

En menos de 90 minutos, con planos intencionalmente desprolijos, montaje veloz y una cantidad excesiva de escenas filmadas a la hora de la puesta del sol, la directora de PALO ALTO logra captar cierto aura de la decadencia de un modo de vida, de una ciudad a la que ese tipo de shows clásicos ya no representa (ahora quieren bailarinas más sexys y frontales) y de una mujer que ya no tiene edad para adaptarse (o, si la tiene, nadie la quiere contratar), pero no siempre logra darle una personalidad propia a todo este envoltorio. Es cierto que es un film emotivo, humanista y sensible (Bautista siempre sorprende con sus actuaciones en las que hace mucho con aparentemente poco), pero a la vez se siente como una película que uno ya vio antes, con distintos personajes, características y ciudades pero similar fórmula nostalgiosa y crepuscular.

Es, de todos modos, lo mejor que ha hecho la nieta de Francis Ford Coppola tras sus dos films previos, que eran bastante fallidos. Y es innegable que Anderson, con su voz aguda y su emoción a flor de piel, lo da todo de sí, garantizándose alguna nominación de alguna asociación a fin de año, especialmente por cómo su personaje seguro evoca cuestiones de su propia vida. Pero pese a su calidez y honestidad emocional, a THE LAST SHOWGIRL le falta algún rasgo distintivo que la diferencie de lo que, en definitiva, se va volviendo una especie de melancólico «producto indie» de cada año.


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