“La religión puede ayudar a restaurar lo que el capitalismo ha destruido”

Gabriel Malek, presidente de la asociación Alter Kapitae 17 sep 2024, 01:00 0 Comentarios

Para el activista medioambiental Gabriel Malek, la pérdida de influencia de la religión en las sociedades capitalistas no significa que el ser humano haya abandonado sus aspiraciones espirituales. Al contrario, Dios puede ser más necesario que nunca en un mundo dañado.

En un momento en que nuestras sociedades se pierden en un materialismo cada vez más acentuado que pretende sustituir a los ídolos de antaño por una fe ferviente en el crecimiento económico y en el acto de consumir, la noción de trascendencia se desvanece dramáticamente. Sin embargo, construir un nuevo contrato social capaz de conciliar el respeto de los límites del planeta con los fundamentos sociales nos exige revivir la religión y resucitar al Dios que el capitalismo triunfante creyó haber aniquilado.

Fue a finales del siglo XIX, en el contexto del crecimiento explosivo de la sociedad mercantil, regodeándose en su éxito económico, cuando Friedrich Nietzsche tomó prestada de Gérard de Nerval la frase que contribuyó a hacer famosa: “Dios ha muerto”. Esta frase, que apareció en La Gaya Ciencia (1882) de Nietzsche, expresa tanto su lúcida observación de la descristianización como su aguda crítica de la religiosidad.

Es más importante que nunca informarse con calma, objetividad y confianza

Frente a la formidable eficacia de la tecnología industrial, la moral religiosa y la metafísica pierden su influencia, para ser sustituidas progresivamente por la fe ciega en el “santo mercado”, cuyos caminos, como demostró la crisis de 1929, parecen igual de impenetrables, y en la ciencia. Derribar los viejos ídolos, para sustituirlos por otros nuevos, tiende a demostrar la necesidad humana de venerar lo que está más allá de nosotros.

La ilusión del desarrollo personal

Sin embargo, esta desafortunada tendencia del ser humano a depositar su fe en el crecimiento económico capitalista ha alcanzado cotas vertiginosas desde el giro neoliberal de los años ochenta. Para comprobarlo, basta con ver las colas de fieles que esperan en la puerta de la tienda el lanzamiento del nuevo iPhone con su nueva función inútil, o a los empresarios fanáticos como Elon Musk que prometen resolver el problema ecológico con satélites.

Ante la “gran tribulación” (Mt 24,21), ¿no dijo Jesús a sus discípulos que “surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán signos y portentos para engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos” (Mt 24,24)? Frente a este estallido de materialismo sin sentido, los seres humanos siguen buscando la espiritualidad. Para intentar suplir esta carencia, florecen las guías de desarrollo personal. Estas guías, excesivamente narcisistas, sólo sirven para reforzar nuestro individualismo y contribuyen a la ruptura de nuestro tejido social.

Una necesidad fundamental de lo humano

Lejos de creer que la religión es una reliquia del pasado que desaparecerá progresivamente ante el progreso científico, o un simple “opio del pueblo” destinado a disciplinar a las masas, creo que responde a una necesidad humana fundamental, sobre todo en un momento en que el capitalismo está entrando en decadencia. Como predijo el Informe Meadows en 1972, la búsqueda de un crecimiento infinito en un mundo de recursos finitos sólo puede conducir a que se sobrepasen los 9 límites planetarios a los que asistimos hoy.

Además de ser ecológicamente insostenible, nuestro modelo económico está trabajando para deshacer el vínculo social que mantiene unidas a las sociedades humanas. Como ya demostró Karl Polanyi en 1944, la extensión sin fin del mercado, que lleva a sustituir las relaciones basadas en la reciprocidad, el don o la caridad entre los seres humanos por intercambios de mercado, sólo puede conducir a una economía desvinculada de las relaciones sociales, es decir, inhumana.

La fuerza de la religión

Es precisamente en este nivel fundamental donde la religión puede ayudar a restaurar lo que ha sido destruido. Como explica el sociólogo Hartmut Rosa, “la religión extrae su fuerza intrínseca del hecho de que dice: mi existencia no se basa en un universo mudo, frío, hostil o indiferente, sino en una relación que responde. Este es el núcleo del pensamiento religioso de los tres monoteísmos” [6].

Lo que el pensador alemán está diciendo aquí es que los seres humanos tienen una profunda necesidad de entrar en una relación de resonancia con una alteridad que todo lo abarca, que no podemos comprender, y a la que podemos llamar Dios. Esta humildad ante la incomprensión, este reconocimiento de que algo está más allá de nosotros, es lo contrario de la postura del tecnosolucionista que, como Prometeo, “armado con su arco fue a la guerra contra Dios”. La ciencia no lo explica todo, y pretender que alguna vez lo hará es una ideología desastrosa que pretende sustraer al ser humano de su realidad: la realidad de los límites.

Otro tipo de prosperidad

Si queremos salvar a la humanidad, tenemos que romper con el consumismo que nos empuja a la acumulación inútil de objetos materiales que no pueden satisfacer el apetito voraz que despierta la publicidad. Para lograrlo, necesitamos volver a conectar con lo esencial: la capacidad de maravillarnos con las pequeñas cosas de la vida que dan ritmo a nuestro día a día, las cosas que las películas de Studio Ghibli honran.

Este discurso anticapitalista es uno de los mensajes clave del Evangelio. Como dijo Jesús a los discípulos, la felicidad no se encuentra en el materialismo: “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen” (Mt 6,19), y acumular riquezas aleja del cielo: “Lo repito: más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” (Mt 19,24). La prosperidad no reside en la compra compulsiva y la opulencia ostentosa, sino en el intercambio fraternal con otros seres humanos y en una relación resonante con un Dios, sea quien sea.

Estoy convencido de que la religión puede ayudarnos a redescubrir esta sana humildad, a crear espacios de rico diálogo y, en definitiva, a propiciar una forma de decrecimiento próspero, como parece invitarnos a hacer el papa Francisco en su encíclica Laudato Si.

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